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el teatro del adiós, parte 3 (pollo al hoyo)

[parte 1] | [parte 2]

Estaban preparándose para irse a dormir con el fin de estar en condiciones para afrontar la absurda monotonía del día siguiente. Uno de cada cien mil llegaría a escapar de la maldición general; en cuanto a los demás, sería un acto de misericordia que alguien llegara de noche y les cortase el cuello mientras dormían.
Sexus. Henry Miller.

El cura alucinado con los Power Rangers («por el poder de Diiiiiiiiiiioooooooooooosssssssssssss») se ha puesto un pequeño amplificador en la teta izquierda y lleva un pinganillo como el de Madona colgando de la oreja derecha. Bendice con la mano todo el tiempo. O mueve la mano delante de él todo el tiempo, hacia arriba y hacia abajo.

Le da fuerte a las letanías.

Resulta que se oye más a sus pulmones que al amplificador, así que se le escucha al mismo volumen que si no lo llevara, pero con un fuerte sonido metálico por debajo de todo que idiotiza más la escena. Ya ni siquiera tengo ganas de reír. Esto es demasiado vergonzoso. Estoy empezando a pasarlo mal. Se supone que esto no debe ser así. Tienen que hacerlo serio. Lo hacen serio y yo encuentro las pequeñas fisuras, meto cuñas y me río viendo lo ridículo que es todo. Pero me están ahorrando todo el trabajo. Y, por sorprendente que parezca, al hacerlo están convirtiéndolo todo en algo aún más triste. Más miserable. Más real.

Sé que es estúpido, pero cada uno se defiende como puede ante el dolor.

Refugiado en la ironía y el sarcasmo tengo una especie de anestésico natural.

Con Power Ranger Madona es imposible hacer patente nada, porque todo es evidente. El ridículo, lo triste de la muerte, lo jodido de dejar de estar, lo jodido que es ser consciente de que vas a dejar de estar porque otro ha dejado de estar frente a ti. Esa consciencia en ese segundo de epifanía, de revelación.

Y lo realmente jodido: que mi abuela se ha muerto.

Mientras el tipo canta algo parecido a Like a Virgin, pero en gregoriano y dentro del way of life de la iglesia, otros tipos meten la caja en el hoyo. Y empiezan a decir que no cabe. Y ponen el féretro de lado.

Si me estuviera inventando algo de esto no podría perdonármelo. Nunca.

Ponen el féretro de lado y yo me imagino la mortaja de mi abuela como un pollo en un asador. Dando vueltas. No se toman la más mínima molestia para adecentar esto. El cura sigue cantando y moviendo la mano.

Mi madre y María se han hecho un hueco frente al hoyo. Carol y yo estamos a la derecha, sin saber muy bien qué hacer. Los que llevaban la caja utilizaron los mismos codazos de antes para encontrar un buen sitio.

Algún día harán sesiones numeradas, tiempo al tiempo.

Terminan de asar el pollo meter el féretro en el hoyo y mi madre abraza a mi hermana y rompe a llorar.

Qué duros son esos bofetones de realidad.

Mientras el cura no deja de hacer lo suyo un albañil se mete en el agujero y pide algo. Le dan un capazo de cemento.

Mientras el cura no deja de hacer lo suyo se oye dentro del agujero un «chof» y los «plas, plas» del paso de la llana. Se levanta el tipo y pide otro capazo.

Si en algún momento tuve un eje de ordenadas y abscisas en el que encajar todo esto, acaban de reventar todas mis escalas y de romper contra sus rodillas mis escuadras y cartabones, recriminándome «esto caca».

Me gustaría decirle al cura que se callara.

Que mostrase algo de respeto.

No lo entendería, y los demás dirían que el dolor me había vuelto momentáneamente loco.

Todos me lo perdonarían, el dolor, ya se sabe.

Pero no lo hago. Sería un camino sólo de ida lejos de la muerte de mi abuela. No quiero coger esos caminos, después se suelen enquistar dentro. El camino fácil siempre es lo menos parecido a un camino.

Miro al suelo, porque no sé qué otra cosa puedo hacer. Deseo que todo esto termine.

Mientras tanto nadie se ha dado cuenta de que la banda sonora no encaja y sigue la misma melodía sin que nadie meta otro disco: por un lado el cura con sus desafines-cánticos que amenazan con levantar a los muertos para verles coger sus mortajas mientras se dicen unos a otros «ya te dije yo que no íbamos a estar tranquilos en este cementerio», y demostrando no haber conocido jamás, no poder entender y ni siquiera saber deletrear la frase: «estoy haciendo el mayor de los ridículos, y no es el momento precisamente oportuno», pero sí conocer, deletrear y usar constantemente «soy un tipo grande, mira que requetebién lo estoy haciendo, estoy impresionando a todo el mundo»; por otra parte la cabeza del albañil, que creo que también es primo de la familia, apareciendo y desapareciendo del hoyo como alguien que hace la vieja tontuna de bajar unas falsas escaleras detrás del sofá, pidiendo capazos y capazos de cemento para después hacer la base del ritmo, el «chof» de vaciar la espuerta y los «plas, plas» de la llana; por otra parte todos los demás, añadiendo el silencio a la excelencia de la composición, algunos perfectamente normales y otros como yo absolutamente alucinados con el nivel de chapucismo que se puede alcanzar con un buen entrenamiento.

Para hacer lo que están haciendo, podían haberla tirado al río en pleno agosto, cuando estuviera seco, y haber quemado manuales de muebles de Ikea al ritmo de la música de friends. Hubiera sido menos esperpéntico.

En la vida, para bien o para mal, todo termina. Volvimos caminando al pueblo, la gente que me había conocido de crío, espigado e incansable, saluda, echan unas risas siempre por gilipolleces, te dicen que si te acuerdas de algo que tú nunca recuerdas, te dicen que estás gordo, te dicen que menudos pelos, te dicen que ha sido un estupendo sepelio y que Asunción estaría orgullosa, te besan con ansia, con hambre, te miran con ojitos degollados por la vida y sus rutinas, te piden con vehemencia que te acuerdes de ellos. Pero tú no sueles acordarte de ninguno.

Haces como Samuel Jenkins, finges reconocerles y punto.

Todos están más relajados, todos quieren jarana a su modo. Celebrar la vida porque la vida sigue para todos menos uno. Ellos hoy se han salvado. Se van a comer en un restaurante, o se van a tomar unas cervezas y unos torreznos. Ya pasó, vida, ya pasó.

Entiendo la necesidad del ritual. Lo entiendo.

Entiendo que hace falta para seguir viviendo.

Pero no entiendo qué pintaba mi abuela en todo esto.

Y este es el fin de la serie.

Y tampoco entiendo que pinta mi abuela en ella. Me quedo con los trocitos de chocolate en la puerta de la casa del pueblo, cuando todo era tan sencillo que no podía dejar jamás de ser bonito. En ese punto exacto, delante de la puerta, te he situado para siempre. Como diría Hare, eso tiene sentido.

estupideces y encuentros

Se me olvidó quitar el despertador, así que la radio empezó a sonar a las diez y no sé cuánto de la mañana. Radio Nacional, todo noticias. Un comentarista hablaba de la carrera de Fórmula 1. La que yo quería ver. Me levanté de la cama corriendo para comprobar que sólo quedaban cuatro vueltas. Las vi.

Repetían el asunto de nuevo más tarde, así que pensé en llenar el hueco limpiando y esperar a la repetición. Pero hice una mazmorra en el Wow. Después revoloteé por aquí y por allí, quitando un vaso sucio, una servilleta del suelo… un poco de todo, un mucho de nada. La casa sigue igual de embarrada que antes. Tengo una variante del síndrome de Diógenes que viene de su apodo: el perro. Soy un perro a la hora de limpiar. Creo que me haría gustoso una colonoscopia antes de limpiar. Y creo que no exagero.

Empezó a sonar la voz asquerosa de Lobato desde el salón, así que terminé la instancia y cerré el ordenador. Cuando llegué vi que estaban con el previo. Ese previo que no me interesa una mierda. Aún así, me senté en el sofá a sufrirlo con paciencia. Dura dos horas. Cinco minutos antes de que empezase la carrera, me dormí. Me desperté justo cuando quedaban las mismas cuatro o cinco vueltas que ya había visto por la mañana. Las volví a ver. No habían cambiado en nada. Sórdidos presagios. Reunión de agoreros.

Llamé a mi madre para decirle que iba tarde a comer y me acordé de todo lo que tenía que llevar: el tdt para ver si el mío tiene mejor recepción que el suyo y un pen drive en el que tenía que meter «La vida de nadie«, película que es española y tremendamente interesante, generando un bucle en forma de singularidad mecido en su paradoja. Dejé la peli copiándose en el lápiz mientras me duchaba. Me lavé el pelo con gel y el cuerpo con un champú raro que nunca uso y lleva semestres en mi bañera. ¿Por qué? ¿Y yo qué sé?

Salí de casa y busqué el coche, arranqué y me di cuenta de que me había dejado la película en casa. Aparqué en el paso de peatones de mi portal, puse los intermitentes (que uno es educado y legal) y cogí el pen. Y el tabaco también, este ni siquiera me había dado cuenta de habérmelo dejado. Salí y el coche no arrancó.

Y recordé.

El martes pasado me dejé las luces puestas en el curro. Me di cuenta al mediodía y las apagué. Cuando salí por la tarde escopetado a mi cita con la médica, no arrancaba. Hare bajó, puso las pinzas, arranqué y me vine a casa, a mi enervante cita. Al día siguiente fui y volví al curro, y el resto de la semana también. Veinte minutos diarios de trayecto no dan para que se recupere una batería. Y menos después de tenerlo 48 horas parado, desde el viernes hasta hoy domingo. Y menos si te has olvidado la película en casa, arrancas y vuelves a apagar el motor cinco minutos después, para coger la película. Y menos si dejas las luces de emergencia puestas porque eres un caballero y un señor y quieres que el buen municipal que lo vea aparcado en el paso de peatones sea consciente de que esa situación es un asunto temporal, aunque en el tiempo en el que entro, cojo el lápiz y salgo nuestro amigo municipal no haya tenido tiempo ni de decirse a sí mismo «coño, ¡si está en el paso de peatones!». No, amigo, en esas circunstancias un coche no arranca.

Llamo a Cisneros, no contesta. Llamo a mi hermana, igual. Llamo a Solano, más de lo mismo. Zentu me dijo que tenía el fin de semana jodido, así que no le llamo. No llamo a Vic porque está en Cobeña. No llamo a Ali porque está en Daganzo, como David y Laura. Me quedo sentado en mi coche sin electricidad y voy a liarme un cigarro. Pero cuando saco el papel del paquete veo que no queda ni uno, ni un miserable papel. El día empieza a resultarme recalcitrante. Entro en casa a por otro librillo y me llama mi hermana. Le cuento la situación, me disculpo porque está comiendo y porque por mis despistes el coche está en un paso de peatones y por eso tiene que venir ahora. Miren las variables situacionales derivadas de un buen uso de mi cerebro y verán que la escena es injustificable y únicamente achacable a mi conspicua estupidez. Me voy a meter en el coche para fumarme un cigarro mientras viene mi hermana y me doy cuenta de que me he dejado las llaves del coche en casa al coger el papel.

Soy la impotencia absoluta de Jack. Y al mismo tiempo soy la completa falta de sorpresa de Jack.

Me meto en casa, cojo las llaves, hago recuento mental y salgo. Viene mi hermana, pinzamos el vinículo, arranco y me voy a moverlo un poco.

Y llego a Ajalvir, y en Ajalvir estoy metido, cuando me da por mirar la aguja de la gasolina.

Ya, ya sé que podéis adivinar cómo estaba. Sé que os dais cuenta de la concatenación de acontecimientos.

Claro, estaba en esa posición que te indica que no tienes ni una gota de combustible.

Paro en la gasolinera, enchufo 30 pavos de 95, entro a pagar, saludo, tiendo la tarjeta, firmo, vuelvo al coche.

Y el coche no arranca.

¿Podía ser de otro modo? ¿Cabía algo diferente?

Entro de nuevo y haciéndome la rubia tonta pregunto si alguien tiene un coche. Un tipo amable acerca el suyo y arranco. Doy las gracias. Si no fuera por mi timidez crónica, le daría un abrazo al tipo.

Con el día que llevo, prácticamente me está salvando la vida.

Decido hacer kilómetros, llamo a mi madre y le digo que no voy a comer. Voy a El Casar, a Torrelaguna, cojo la de Burgos hacia Madrid.

Regularidades, amigos. Buscad regularidades. Dentro de los hechos.

No he visto la carrera de fórmula 1.
No he limpiado.
No he subido ni un triste nivel en el wow.
No le he dado la película a mi madre.
Tampoco el tdt.
Tampoco he comido con ella.

Quizá tengáis algún consejo que darme. Es posible. Es posible que todo esto sea solucionable.

Pero yo no veo cómo salvar sin bajas un día así.

Y así empieza la segunda parte del día, mucho más tranquila, correcta y significativa. Pero todo el tiempo tengo presente la melancolía de la primera mitad. Estoy en la nacional uno yendo a Madrid, y voy directo a Moratalaz a ver a Raúl y Amaya.

Raúl y Amaya.

Ya lo dije en otra parte, y no voy a buscarlo ahora para enlazarlo. Las grandes rupturas de pareja conllevan rupturas inopinadas con la gente que constituía la órbita de la relación. Sé de gente que lo soluciona llevándose bien con la -ex, pero eso a mí no me ha pasado, aunque me parece una solución decididamente interesante. Pero no se ha dado la ocasión. El dolor extremo en un caso y el cabreo no menos extremo en el otro me lo han impedido.

Raúl y Amaya son colegas de N. Después de cuatro años también eran amigos míos. Pero el contacto se licuó como el sudor en un baño turco después de minimizar las ocasiones compatibles: verles cuando ellos no estuvieran viendo a N.

Raúl me llamó para mi cumpleaños y yo estaba en la ducha. Le llamé días más tarde y él estaba en Alicante liado. Le llamé después y coincidimos. Quedamos para este domingo.

Para este domingo. Precisamente.

A juntar melancolías.

La primera venía de la mañana, por supuesto, y consistía en una masa apelmazante compuesta de varias interrogaciones que me surgen constantemente, y son: ¿estoy haciendo algo con mi vida?, ¿soy desordenado per se o porque ando cayendo en una apatía intratable que deshincha mis intereses?, ¿he tomado las desviaciones correctas, o hace un par de rotondas que me perdí irremisiblemente y desde entonces doy tumbos viendo las mismas calles todo el tiempo sin saber dónde estoy?

Por supuesto al llegar a Moratalaz me perdí, de ahí la metáfora. A ver si pensaba yo que había cambiado algo el día después del cénit del sol. Paré en una calle que me sonaba y bajé del coche.

Esperando que quisiera arrancar más tarde.

Necesitando que quisiera arrancar más tarde.

Llamé a Raúl por si él sabía dónde estaba yo y me indicó el camino a su casa.

Subí las escaleras y se me llenaron los ojos de recuerdos. Algunos en forma de fotografía. Otros en forma de lágrima. Entré y besé y saludé y me senté en el sofá y me lié un cigarro, nervioso. Extenuado por el esfuerzo de reencontrarme con aquellos que componían mi vida hace algo más de un año. Y que ahora, hoy por hoy, ya no la componen.

No.

Seguían igual. Más o menos. Todos éramos más o menos los mismos. Pero entre nosotros se había instalado, de tapadillo y sin que ninguno nos diéramos cuenta, una incómoda distancia. Que lo cambiaba todo. Unas barreras invisibles. Un contador a cero que se había reseteado parcialmente sin que ninguno le hubiera dado al botón. Lo había hecho el tiempo, supongo. Qué juerguista. Qué gran tipo el tiempo cuando se queda quieto con los botones.

Así que, con paciencia y conversación, empezamos a minimizar las longitudes, a acercar las miradas. ¿Con reproches? Yo creo que no. No por su parte. Desde luego menos por la mía. Siempre que paso un tiempo sin ver a alguien indefectiblemente pienso que es culpa mía. Así es difícil reprochar nada. Mas que a uno mismo.

No hablamos de N. Hablamos de mis desencuentros de este último año y pico, que no han sido pocos. Coged este día de hoy y darle la extensión de 18 meses y acertaréis. Por eso lo de las preguntas que me hago. Les cuento todo y no sé si me creen, porque incluso a mí me cuesta a veces trabajo creerlo.

Soy la experiencia alucinada de Jack. Al mismo tiempo, estoy contento.

Pienso que nos tendríamos que haber encontrado de borrachera, para hacerlo todo más fácil. Pero vamos desenrollando los zarzillos y destrozos del tiempo y tomamos té marroquí con hierbabuena. Al rato, me despido para poder montarle el tdt y darle la película a mi madre. Les paso la película también a ellos, por supuesto. En ese momento llama Santi.

Santi.

Otra ruptura colateral derivada del epicentro del seísmo.

Me quedo. Entra por la puerta y le abrazo. La costilla me abrasa de dolor, pero sigo con el abrazo. Mis jodidas costillas no van a dinamitar esto. No pienso permitirlo.

Más conversación, más minimizar, más zarcillos resueltos.

Al rato nos vamos Santi y yo. Me acompaña al coche para ver si arranca. Me despido.

Entro en el coche.

Y arranca.

Tengo ganas de hacerme creyente para darle las gracias a Dios. O algo.

Me giro, me despido con la mano.

Santi arranca y se va.

Y yo, de nuevo, me pierdo.

Vuelvo a casa por El Pardo, La Vaguada… más de lo mismo.

Encuentro un sitiazo, el día intenta compensar a destiempo, a última hora. Por si acaso, se lo agradezco.

Llamo a mi madre para decirle que tampoco voy ahora a verla.

Entro en casa. Sin incidentes. La puerta abre al girar la llave, no hay ninguna cañería rota, ni ningún cortocircuito que haya hecho arder lo que queda de mi espacio.

Abro una botella de vino. Me lío un cigarro y veo que no me queda para hacerme otro.

Lo disfruto paladeándolo con el vino.

Enciendo el ordenador y escribo esto.

Y entonces la melancolía, derribando las puertas, sometiendo a mi ganado, violando a mis mujeres y agotando las reservas de alimentos, entra por la puerta como un rinoceronte al que le acaban de decir que su serie favorita ha sido cancelada por la Fox.

Y vuelven las preguntas. Lo que no fue. Lo que no ha sido. Lo que se ha perdido. Lo que nunca ha existido. Lo que nunca ha podido ser. Entiendo que todo ello ha motivado otro mundo en el se ganaron otras cosas y otros hechos fueron posibles. Pero yo quiero ambos. Este y el imposible, el que ya se ha ido, el que no ha sucedido. Lo quiero todo. Y si no, pues hago pucheritos.

Recuerdo las veces que por cabreo o por dolor o por lo que sea se generó esa gran fractura que después conlleva otras colaterales, y me pregunto…

Si no hubiera sido posible de otro modo. Si no fallé en algo. Si no fui demasiado cabezón o demasiado poco en ocasiones.

Si no había otros caminos.

Me interrogo.

Y no lo sé.

No tengo ni idea.

Eso me desesperanza.

Esto tampoco va a cambiar nada, supongo. O sí. O yo qué sé. Sólo sé que tardes como esta no deberían darse jamás. Deberíamos habernos seguido viendo. Claro. Menuda deducción lógica, menudo fiera estoy hecho. Es un punto de partida. Habrá que regar por aquí, poner la maceta al sol. Darle nutrientes. Dejarle crecer en vez de arruinarlo todo con más distancia.

Iba a poner otra foto, pero las que quería están en el otro ordenador. El día aún no ha acabado conmigo, y lo sabe. Sigue dándole duro. Como dije, se me ha acabado el tabaco.

¿Alguna vez alguien pensó que el tabaco de liar es asqueroso? Probad a fumar colillas de tabaco de liar. Probadlo. Llevadlo todo hasta el fin. No hay vino que arregle eso. Pensad que uno sólo fuma colillas cuando ha juntado las miguitas de trescientos paquetes vacíos y se ha liado ese Gran Último que, automáticamente, ha vaciado su contenido al suelo al ponerlo en posición vertical. Sólo entonces. Y sólo entonces por no llorar de amargura a partes iguales con rabia. Casi por no quedar mal, por no hacer el ridículo. Casi como diciendo: se me ha caído al suelo porque no me hacía falta, tengo colillas.

Llamo a Merayo, para desacogotarme y expedir el fin de semana que agoniza, pero no contesta.

Tampoco esperaba otra cosa. Maldito día.

Pero aún no ha acabado conmigo. No. No puede. Se me ha olvidado poner la lavadora, pero he encontrado una camiseta y un calzoncillo en el fondo de un cajón con los que no contaba, el coche arrancó, la formula 1 es una mierda y he visto el final que ya es casi demasiado, mi casa estará limpia alguna vez aunque hoy no haya limpiado y parezca el interior de una chabola abandonada que utilizan los yonkis para colocarse y excretar, mañana cenaré con mi madre y le daré la peli y el tdt. Y he sembrado semillas. He acortado distancias. No, no ha acabado conmigo.

Por eso el día siente rabia y ha hecho que se me acaben incluso las colillas indecentes que fumar.

Sabe que tenía una baraja entera de ases en la mano y aún así no ha podido conmigo.

Que se joda.

Que vaya haciéndose a la idea.

La victoria es mía. Medio noqueado y con las cejas abiertas y la nariz partida, sigo en pie.

Soy un puto fajador. Gano a los puntos en el último asalto.

Aunque mi singladura componga una imagen ridícula.