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Luisa, Manuel

La camisa está colgada en una percha del tirador de la puerta del baño, húmeda en el pecho pero perfectamente limpia, y Luisa realiza eficientemente su trabajo diario entre las piernas de Manuel, que está sentado en su silla y piensa “maldita sea, lo único que le falta a este despacho es una tele y un vídeo, sería estupendo tener ahora delante una buena película porno”. De su boca salen gorgoritos roncos cada vez que Luisa rompe en las rocas decrépitas y encanecidas de su vello púbico con movimientos rítmicos. “Una película porno en la que una tía buenísima de dieciséis años es dada por todos los agujeros posibles con no buena intención por diez o doce tíos. Oh, sí…”

“¡Luisa, coño, aparta, que te voy a poner perdida!”

“¡Joder, Manuel!, ¿no vas a aprender nunca a coger un cleenex?”

Y el semen de Manuel rompe el aire y fecunda de nuevo la alfombra, exactamente igual y del mismo modo que en los últimos veinte años, aunque con menos fuerza, sin alcanzar la prodigiosa distancia de las manchas más distantes, las de su formidable vigor de los treinta años. Yace extenuado en la silla mientras mira a Luisa peinarse rutinariamente y piensa, justo antes de dormirse, “maldita sea, tengo que arreglar lo de la tele y el vídeo, lástima de película porno…”

Él

Él era un buen tipo.

No del modo usual, supongo, ni del modo normal.

Pero usual y normal no suelen significar mucho para casi nadie.

O eso quiero creer.

Me dio las herramientas que después mitifiqué sobre él.

Me llevó sobre sus hombros mucho tiempo, sin darle
importancia.

No sé si le dio importancia.

Mitifiqué bastante.

Pero se podrían quitar todas las muselinas y el resultado
seguiría siendo igual de sorprendente.

Nunca tuvo mucha suerte.

Eso lo he heredado.

Supongo que por voluntad propia al 50% sobre la carga genética.

(¿Se puede meter un “%” en un poema?).

[Eso nos retrotrae a… ¿es esto un poema?, pero la pregunta es
capciosa y sujeta a interpretaciones desenfocadas].

Esto es un rodeo, lo sé.

Tenía ojos inteligentes bajo unas cejas pobladas.
Las manos arrugadas y pobladas de pecas. Un corazón
como un puño.

(Este poema no funciona, si es que es un poema).

Este poema es un rodeo.

El día qué, el día qué.
Yo estaba tomando unas cervezas en otra parte, supurando
autocompasión por todos los poros de mi piel.
El día que yo estaba en otra parte, supurando autocompasión por
todos los poros de mi piel,
me llamaron por teléfono y me lo dijeron.

Y fue como si todo lo que siempre había sucedido
hubiera dejado de suceder. Milimétricamente así.
Fui corriendo al lugar donde estaban los hechos, y me lo encontré lleno
de gente.

Vacío, por otro lado, de lo que debía haber estado lleno.

(Tópicos, lugares comunes).

Después de los llantos y los lugares comunes volví a casa.
Encendí una cerveza, abrí un cigarro.

Con la estúpida pretensión de que todo fuera lo mismo
que siempre había sido.

Pedalear

Envié los ojos al editor. Tenía un montón de cosas
encima de mí que no me dejaban pedalear comodamente.

Juntaba las yemas de los dedos y jugaba a hacerme el interesante
(¿tenías tú, ya por entonces, mis pensamientos, mi voz,
mi nudo entero?).

Recuerdo un cenicero de barro, un cuenco inviable,
quemado, deforme, amorfo, amontonado sobre el escritorio.
Lo recuerdo anudado a la madera, entronado en su cima de
desorden y cercos de vasos siempre llenos.

En lo de pedalear sólo hay que coger el ritmo.
En todo lo demás suele ser bastante distinto.

Pedalear tiene su cadencia, su repetición. Todo
es sencillo
si se repite.
Se resuelve sólo.

Ahora es diferente. La chica que lleva todos
sus peluches en el coche pide otro tercio,
mientras anhela volver a casa menos sola y más
crecida.

A la gente le gusta crecer.
Pero no suele tener idea de cómo hacerlo.
Por eso dan tumbos.

Yo cojo otra pipa, mastico una culpa,
me acerco al baño, me miro en el espejo,
todo parece en orden, no hay informe de daños,
no hay mañana si el mañana no parece posible,
no hay mañana si no importa excesivamente,
no hay mañana hasta que no llegue,
no habrá desechos hasta que no defeque,
no hay cielo, y si lo hay está bien lejos.

Cuando vuelvo el techo sublunar se ha llenado de andrajos,
gente que camina, yo que camino,
un sol, una luna, un espejo en el que me miro
sólo si quiero.

Sólo si quiero.

Podría hacer miles de preguntas al respecto.
Pero tampoco quiero.