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Estamos en la barra

de un bar, pidiendo algo,
cuando entra aquel al que
llamamos Pedro, y
decimos

“¡coño, Pedro, cuanto tiempo!”

Y él parece alegrarse y nos
invita a un vino. Toma una
servilleta y nos regala con un poema,
como en los viejos tiempos.

Y fuera de aquí todos sabemos
que Pedrito es panadero, que yo soy
comercial y que Luis es administrativo,

pero eso no importa ahora, porque
es mi turno y
voy a cortarles el aliento
con unos fantásticos versos,

porque, aunque se empeñen
todos, nosotros seguimos siendo
aquellos que iban a ser cualquier
cosa menos lo que acabamos
siendo.

Sobretodo era eso

y nada más. Sobretodo
era el café de la mañana con el
televisor como presencia
insoslayable,
sobretodo tu mirada perdida
en él día tras día
y día tras día el último beso,
el “hasta la tarde” del
definitivo momento
en el que cogías la puerta
junto con el bolso
y te ibas,
sobretodo la misma
soledad incomprensible,
la misma desazón en la boca
del estómago,

sobretodo el mismo cansancio
de luego, la misma cena,
el mismo televisor de nuevo
justo antes de dormirnos
para aparecer sin pausa
con el café y la pereza
enmarcados en el mismo instante
de la mañana.

El hombre con su mirada

se detiene en el autobús
fijo en la ventana,
fuera arrecia la lluvia
fina del otoño y las calles
cambian, se pueblan de grises
y de olor a mojado,
suena algún último éxito en
la pequeña radio que el conductor
tiene a su lado y
el hombre dibuja ahora tonterías
en el vapor condensado del cristal

mientras sus pensamientos están
en otra parte,
lejos de todo este silencio que le
envuelve con su ruido.

Todo se ha dicho en un segundo
y se levanta,
pulsa el timbre,
espera que las puertas se abran y

baja.