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Sobretodo era eso

y nada más. Sobretodo
era el café de la mañana con el
televisor como presencia
insoslayable,
sobretodo tu mirada perdida
en él día tras día
y día tras día el último beso,
el “hasta la tarde” del
definitivo momento
en el que cogías la puerta
junto con el bolso
y te ibas,
sobretodo la misma
soledad incomprensible,
la misma desazón en la boca
del estómago,

sobretodo el mismo cansancio
de luego, la misma cena,
el mismo televisor de nuevo
justo antes de dormirnos
para aparecer sin pausa
con el café y la pereza
enmarcados en el mismo instante
de la mañana.

El hombre con su mirada

se detiene en el autobús
fijo en la ventana,
fuera arrecia la lluvia
fina del otoño y las calles
cambian, se pueblan de grises
y de olor a mojado,
suena algún último éxito en
la pequeña radio que el conductor
tiene a su lado y
el hombre dibuja ahora tonterías
en el vapor condensado del cristal

mientras sus pensamientos están
en otra parte,
lejos de todo este silencio que le
envuelve con su ruido.

Todo se ha dicho en un segundo
y se levanta,
pulsa el timbre,
espera que las puertas se abran y

baja.

Desembocadura

Y en la desembocadura
de la noche,
en la frontera de las seis de la mañana,
te encuentro en el metro.

Estás cansada, repleta de restos
de nocturnidad, de agitación,
de minis de dyc, de besos mal dados
en los lavabos,
de música sin graves,
de sonrisas indiferentes,
de palabras sordas en el oído
doliente del fin de semana.

Y qué distinto hubiera sido
antes, sin restos,
si te hubiera querido
cuando el viernes empieza, preñado
de absurdo y posibilidad,
de esperanza sostenida por un crisol de
anhelos y tonterías sin
sentido…

…qué distinto entonces, que distinto
a ahora mismo…