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Me voy al trabajo

a hacer algo idiota y
después vuelvo,
a ver una programación idiota
hasta que, como un idiota,
me levanto
para ir al mercado idiota
de las ofertas y hacer la
comida,
ojear un par de catálogos
idiotas por si pudiera comprarme
algo asequible e idiota,
ducharme para no oler a
nada que no sea desodorante
y colonia y champú,
y como un idiota como
agotando el tiempo hasta el
momento en el que
me voy al trabajo,
a hacer algo idiota,
para no perder las formas.

Y me miro

en el espejo que tengo en el baño
y abro la puerta del otro lado,
en el que está el otro,
al que no le va ni mejor ni
peor que a mí,
aunque sí distinto,

y le digo

“buenos días” y soy sincero.

Él tiene puesta la radio como yo
y se está cepillando los dientes mientras
yo me afeito
y tiene una importante
calvicie en potencia -de lo que
yo, de momento, aún me libro-
y no está de buen humor
porque no quería levantarse
ni mirarme directamente a la
cara tan solo por que yo,
por las mañanas,
trabajo y debo despertarme
temprano.

Estamos en la barra

de un bar, pidiendo algo,
cuando entra aquel al que
llamamos Pedro, y
decimos

“¡coño, Pedro, cuanto tiempo!”

Y él parece alegrarse y nos
invita a un vino. Toma una
servilleta y nos regala con un poema,
como en los viejos tiempos.

Y fuera de aquí todos sabemos
que Pedrito es panadero, que yo soy
comercial y que Luis es administrativo,

pero eso no importa ahora, porque
es mi turno y
voy a cortarles el aliento
con unos fantásticos versos,

porque, aunque se empeñen
todos, nosotros seguimos siendo
aquellos que iban a ser cualquier
cosa menos lo que acabamos
siendo.