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Me voy

Me voy y no me llevo ni un
solo recuerdo, ni una imagen ni
un sueño. No quiero un bolígrafo ni
papel muerto. Dejo mis ojos en
la cama, la nariz en su caja.

Diáfano abandono todo mi
cuento. Somos agua y fluimos en
los cauces en los que creemos (y
solamente en ellos). Puedo
dejar esto y perder algo que llamo
una identidad o un punto de
coherencia. Puedo y lo hago.

Me voy. Me levanto. Hago
la cama. Cada cosa en su sitio
con su conveniente olvido. Salgo,
el trabajo comienza temprano.

Interludio

Pensé escribir un poema cuando
venía en el autobús. Pensé porque
sentía, o sentí porque quise, enfoqué
o concreté o percibí el orden y
significado en un segundo de lucidez
que ya ni siquiera guardo.

Las rutinas nos engañan de vacío y
nos envejecen en nuestros panteones
de días y noches tan muertos.

¿Y qué? No les mata saberlo, ni
les espanta. Ellas siguen,
indolentes, cuajando los estados
debidos del alma.

Ellas no callan ni hablan, van
delimitando el tiempo, nosotros somos
espectadores, cuerpos de su
cuerpo.

Prólogo – Cuentos

Tú me pides vida y yo no tengo ninguna
que darte. Ardemos, inmortales en este segundo
presente, buscando la creencia que
haga de esto algo bello. Ahogados
en las miserias del ser aquí humano.

Aquí y ahora como siempre. ¿De qué
me sirven los gritos y las falsas vidas? ¿De
qué la risa y el sueño? Siempre
volvemos a este instante en el que
nos descubrimos muertos, aquí y ahora,
ahora y siempre.

El mundo ofrece sus dones en forma
de cadenas, sinuosas y deletéreas
y empapadas de connotaciones sardónicas.
Ríen, parece; pero sólo para esconder su
oropel, para hacernos creer que somos
afortunados de ser.

¿De ser? ¿De ser qué? Abrázame y
no me dejes. Deja mis ojos cerrados,
abrázame abandonado y abandónate
por tu cordura, como yo. Al menos,
no caeremos. No en más que en nosotros
mismos.

Y es que prefiero no odiarte. No aburrirme
de ti como de todo. El mundo pide actividad,
movimiento. El mundo pide “quiero” para
no dejarnos sentir el frío de este maldito
y constante invierno. El mundo pide un
Dios vacío que dé risa y dé bríos, que ame lo
nuevo como a sus apóstoles, los arcángeles
de su reino.

Prefiero no odiarte, no quiero entrar en la
caja y abandonarte con el tiempo. Prefiero
amarte, si es que entiendo lo que es eso.
Ya no lo sé. Ya tan poco sé. Abrázame,
deja que sangre. Engañémonos, pero
hagámoslo nosotros, vamos a contarnos
cuentos que nos calmen.

Sí, buscaremos en tanto viento un
amarre, una caja propia que nos anule y
nos encuadre. Un placebo de armonía
que termine haciendo sincera la risa.

A veces me preguntas, no sin razón,
cuál es la diferencia. La diferencia es
que yo amo mi, tu, nuestro infierno más
que cualquier otro. Pálida mascarada
que me hace pensar, pensar que aún resta
algo de algo llamado nosotros.

Preguntas y pides razones y las razones
no sirven. No me bastan, no más
que para inventarme ya muerto. Ellas sólo
son armazones de hierro y cemento,
intentos que sólo hablan de
sí mismos, malditos artificios
en los que me encierro para creer que algo
entiendo.

Y ya no creo, y creer no tiene razón, ni
la hay para dejar de hacerlo. Creer nace
dentro, en mi angustia. Podemos llorar
sangre y sangrar dentro como jamás
nadie rompió al hacerlo. Y eso jamás
lo hará un argumento, un mundo muerto.

Y aquí estoy, vivo y creyendo. Vivo. Y
creyendo. Ven conmigo, por favor. Juntos
gritaremos, soterradamente, para nadie. Y
esperaremos que nadie nos acompañe.