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Barrotes quietos

Escribo bolígrafo tintes azabache
en estos blancos yermos. La poesía
me retiene en mi sitio de Madrid
y azada y verano trabajando, mientras
se abalanza águila sobre todo
ello para revelar mi huida y mi
desespero.

Si llega y se abre yo me paro y
hablo mientras es ella la que
narra, ahora dice calla y yo
duermo con la fuente seca y la
resaca de sus amargos encuentros.
Besos agridulces de mi sustento
y  mi veneno. Letanías críticas
que desencuadran y excentran
la mirada y la tornan agua
salada, que yo bebo en tragos
lentos del cáliz dorado
de mis barrotes quietos.

Me voy

Me voy y no me llevo ni un
solo recuerdo, ni una imagen ni
un sueño. No quiero un bolígrafo ni
papel muerto. Dejo mis ojos en
la cama, la nariz en su caja.

Diáfano abandono todo mi
cuento. Somos agua y fluimos en
los cauces en los que creemos (y
solamente en ellos). Puedo
dejar esto y perder algo que llamo
una identidad o un punto de
coherencia. Puedo y lo hago.

Me voy. Me levanto. Hago
la cama. Cada cosa en su sitio
con su conveniente olvido. Salgo,
el trabajo comienza temprano.

Interludio

Pensé escribir un poema cuando
venía en el autobús. Pensé porque
sentía, o sentí porque quise, enfoqué
o concreté o percibí el orden y
significado en un segundo de lucidez
que ya ni siquiera guardo.

Las rutinas nos engañan de vacío y
nos envejecen en nuestros panteones
de días y noches tan muertos.

¿Y qué? No les mata saberlo, ni
les espanta. Ellas siguen,
indolentes, cuajando los estados
debidos del alma.

Ellas no callan ni hablan, van
delimitando el tiempo, nosotros somos
espectadores, cuerpos de su
cuerpo.