Lluvia, palabras muertas y una despedida.
Kovrin volvió a creer que era un genio y un elegido de Dios, recordó vivamente todos sus coloquios anteriores con el monje negro y quiso hablar, pero de su garganta brotó un chorro de sangre que le cubrió el pecho.
El monje negro. Anton Chéjov.
1.
Tú sabes,
siempre has sabido,
de qué forma quisiera avejentar
las soledades que nos
esculpen.
Estábamos en Tribunal,
alzando la noche de su apatía
sin pretensiones ni promesas,
fingiendo amar
el transcurrir insolente de los días.
Acabamos las copas y
salimos a la calle, tú corazón
era un estanque con
filtraciones que no nos
permitía seguir
espaciando la despedida.
Tú sabes, siempre has sabido,
que lo que inevitablemente debía suceder
finalmente sucedería.
2.
Tu beso alcanzó mi rostro
con un sonoro ruido de vidrios
rotos, cinceló un sendero
de mi nariz a mi frente,
y con el perfume
melancólico de lo ya extinto
se fue apagando en mi pelo.
Tú y yo,
dos realidades que se funden
y se confunden
y se van relatando iguales.
3.
Apunto a un cielo estrellado
con el tacón desleído de mi zapato.
La ciudad vomita su sodomía
de luces nocturnas.
Mientras, yo, amanezco en tus promesas.
Lo demás me estorba sinceramente.
4.
Así de extraños.
En la cama me preguntas
si me apetece una manzana.
Te leo en los ojos,
susurro algo inconexo,
inconscientemente te muerdo,
calmo, los dedos.
Te leo los labios,
me resguardo en tus caderas
mientras vamos eludiendo la mañana,
mientras vamos sudando espera,
mientras aplastamos los cigarros
contra el cenicero azul
del sótano.
5.
Me invitaste al cine, a
ver una película, creo.
La sala era perversamente
oscura, las butacas
ritualmente incómodas.
Abrimos unas cervezas,
acariciamos como gatos
nuestras piernas y nuestros respaldos.
Y del suelo salía un humo
verde, que translucía el
indeseable espacio entre
nuestros ojos y las demás
cabezas.
6.
Retozamos solazadamente
en el sofá del salón.
Acabas de asesinar la
última palabra.
De la cocina llega un murmullo
de Bach, del vecino
escuchando a Bach,
recordatorio de lo que nos molesta
por extraño e innecesario.
7.
Tus caderas ondulan
rompiendo en la arena de
mis labios.
Y tú sabes,
la noche no importa.
No importa que esté ahí fuera.
Es superfluo indagar si existe
algo que no contenga
este dormitorio.
Abre el whisky,
regálame un poema,
tú sabes
que el vacío son sólo historias
cuando sincronizamos el tiempo,
cuando lo prendemos y se hace instante.
8.
Tras la ventana la ciudad,
escupiendo sus malsonantes nombres
conocidos y a la vez extraños,
abriendo las cafeterías con sus
fascinantes borrachos,
enmudeciendo cuando canto
tu nombre, al paladear
el doliente perfume de tus
recuerdos.
9.
Y ahora…
un coche me aplasta
la pierna contra el gélido
asfalto. Grito.
No sirve de nada.
Duele.
Otros coches se adocenan
mirando, como si substantivamente
les importase
algo.
10.
Me arrastro hacia el sucio
trabajo que paga la casa y
los botes de mermelada.
Y la luz y el agua.
La puerta y las ventanas.
Qué poco de hombre permanece
en esta carcasa
enmohecida.
La luz y el agua.
La puerta y las ventanas.
11.
Un dibujo, un esbozo es
un poema. La poesía no
es extensiva.
Es una vaca torpe y gorda
saltando a una vía oxidada.
12.
Estábamos en otra parte.
En otra terraza donde el agua
orlaba la mesa de
blandos cristales incoloros.
Estábamos entre nosotros
como un muro. Ambos,
tenaces, pretendiendo ser
Nosotros: Tú y Yo.
Estábamos fumando
recuerdos que prendíamos
con palabras. En otra
terraza donde el agua
empobrecía la mesa con
inútiles lágrimas tersas.
Estábamos entre nosotros
como un abismo infranqueable.
Hubiera sido tan fácil,
tan sencillo
asesinar los que no somos,
los que seguiremos siendo…
13.
Panteón de nuestras almas,
abre tus puertas.
Que se vayan y no vuelvan
a esta coraza de carne en
la tierra.
14.
Tú pones tu mano en mi
brazo, en un solo
gesto luchas, vences, te
agostas…
Yo ya sólo puedo mirar,
impasible.
15.
Hubiera sido tan fácil
resucitar nuestro lugar en la tierra,
tan sencillo llenar las almas
plenas con el sabor proclive de la sangre,
tan simple elevar montaraces segundos
sobre el frío glacial de la hierba…
Hubiera sido tan fácil
sostener tu sueño en mis manos,
tan sencillo afianzar las
cosas rotas sobre nuestros cuerpos cansados,
tan simple ser el deseo que
deriva su singladura
en los recovecos de nuestras venas…
Hubiera sido tan precioso
almorzar en tu vientre,
tan cálido escandir sin horas
los días,
tan simple besar tu espalda
como si no fuera ya infinitos fragmentos,
dispersos míos amados…
16.
Cogiste una taza y serviste café.
Yo vomitaba el alcohol sobrante
de la noche que huía, como un perro,
con el rabo entre las piernas.
Me abrazaste fuerte y
me llamaste imbécil.
Yo no podía evitar creerte.
Encendí el primer cigarro de
la recién estrenada mañana. Tu
sonrisa se escabullía tomando
confianza en una lenta huida.
Y en tu cara tus ojos intentaban
no expresar nada. Y en tu luz
tu sombra caía fragua sobre
los campos agostados de
las palabras.
17.
Odio casi todo.
Las llamadas nerviosas de
teléfono, la obscuridad
manifiesta, la forma
que tienes de obliterarme
esquinando mis
dulces sucios llantos cansinos.
No lo niego,
odio casi todo.
Con la espeluznante sensibilidad
del herido.
18.
En el yunque de mis
ojos vas informando
la tristeza y la soledad,
con el lento e
ineluctable golpear
de tu despedida.
19.
Ahora que los días no suceden
me materializo en cualquier cosa,
me desperezo convertido en
cenicero, sólo cenizas
cubren y conforman la
gris tumba de mi
cerebro.
20.
Llamabas al Fénix que
siempre hallabas en mi
cuerpo. Yo leía a Lorca y
a Neruda tomando una
cerveza indolora.
En el sofá siempre
la lucidez me esperó
a deshoras, a destiempo.
A desgana.
21.
Apunto a un cielo estrellado
con el acero nucido de mi barbilla.
La ciudad impone sus
calendarios bastardos de
arquetipos esquemáticos humanos.
Rasco el bolsillo,
saco papel y tabaco.
Concienzudamente me lío
un cigarro y pido auxilio
a la Cabeza Roja Pulsante.
De mi costado a
mis labios, de mis
pensamientos a concentrarme
únicamente
en seguir aspirando.
La verdad es que lo
demás me estorba bastante,
casi demasiado, casi lo
suficiente como para estallar
en relucientes gotas de estaño
sobre mi lecho de hierba glacial.
Acostado.
22.
Tú me lanzaste un abrazo
en mitad del pecho que me
sorprendió despistado, me diste
un beso en la boca con
sabor a alegría.
En algo,
permites que los días
no me duelan demasiado.
23.
Estábamos en otra parte,
casi en un suelo propio
que pisar sin pies ajenos,
casi en un universo
formado solo y perfecto
por nuestros cuerpos.
Estábamos en otra parte,
en un lugar donde llovía
fuerte luz de tonos claros,
astillando todo lo
imposible, lo doliente,
lo insincero.
24.
Panteón de nuestras almas,
abre tus puertas.
Jamás encierres lo que
sufre en tu invernal manto
de inmovilidad eterna.
25.
Tú me dices perdón o
algo semejante y yo me
esfuerzo, te juro que
me esfuerzo para no
mirar el mundo
desintegrarse.
26.
Tú me dices perdón y
te muerdes el labio inferior
distraídamente.
Bajo mi nariz el café
aún arde. Todavía pronto,
demasiado pronto para
esconder mi mirada en él,
me conformo con no
elongar excesivamente el
transido crepitar de
un universo demoliéndose.
Demasiado pronto. O demasiado
tarde.
27.
El camarero vociferaba pidiendo
una ración de callos. El
intenso olor a grasa que despedían
sus cabellos se arremolinaba
en círculos perfectamente concéntricos
sobre su cabeza.
La realidad se trasladó a otra
parte desde donde ver mejor
tu cara.
Yo mordisqueaba una culpa.
Un chiquillo aspiraba
coca-cola en la barra y
deglutía patatas.
En las paredes había fotos
de toreros. Plazas de arena
hablando confusamente
con el cenicero de
nuestra mesa.
En el suelo cuchicheaban
curiosas las cucarachas.
Nada encaja. No sé qué tenemos
que ver nosotros con aquello.
28.
El café terminó por enfriarse,
aburrido de la poca atención
que le prestamos. La vida
también,
más o menos
por lo mismo.
29.
Pedimos la cuenta y
pagamos. Tú te adueñaste
de la izquierda y yo seguí
derechito, derechito al
cementerio. Como siempre
hube caminado, como
nunca con la pesantez
del desterrado.
30.
Y, sin embargo,
hubiera sido tan fácil hacer
callar a los que hablaban,
tan sencillo ensordecer
las mentiras que indolentes
trabaron,
tan simple acordar,
a sus espaldas,
un nuevo encuentro casual en
un momento cualquiera…
Pero llovía a cántaros,
palabras muertas y una despedida
definitiva.
Nosotros sólo
mirábamos.
De Kippel y/o cuentos. 1999.