Vaya, cómo pasa el tiempo habitualmente. Quiero decir que no es cosa de un momento determinado, sino que pasa siempre así de rápido. A eso parece que le pega añadir «últimamente», pero va a ser que no.
Un olor extraño en la cocina. Algo muerto. Mi casa está siempre abierta, y delante sólo tengo campo, así que me temí lo peor. Un pájaro, un ratoncillo, algo debía haber enfermado y buscado refugio en algún rincón.
La hierbabuena falsa muere y renace constantemente y no me gusta mucho recortar lo que no pinta bien, es como domesticarla y deshacerme de las partes de ella que no me terminan de encajar, como si yo tuviera el poder de seleccionar lo que sí y lo que no. Me gusta una planta lustrosa, no me gusta el poder que supone mantenerla así. No sé si me estoy explicando.
Como si tenerla en una maceta no fuera domesticarla. Como si hubiera hecho algo por tenerla más que mantener una maceta enorme vacía hasta que creció, como si hubiera hecho algo más importante desde entonces que regarla cada año y atarla cuando se dispersa para repartir la semilla y que caiga dentro de la maceta y renovar el ciclo. Eso es el total absurdo de algo perfectamente normal. La hierbabuena —falsa— no es capaz de aprender por sí misma que no va a crecer sobre el terrazo. Yo, que sí soy consciente, actúo en consecuencia sin saber del todo por qué. Quizá porque ese tipo de cosas hacen que uno sienta compasión. No voy a discutir si tiene sentido o no, pero el hecho es que la siento.
El caso es que cuando entraba en la cocina, y sólo a veces, notaba un tufo raro. Un tufo apestoso raro, pero sutil. A veces sí, a veces no. En un par de días la cosa empezó a complicarse bastante, el olor seguía siendo aleatorio pero cada vez más fuerte. Olor a muerte.
No tengo mucha relación con los vecinos. Cuando vine a vivir aquí, hace casi una década, necesitaba soledad. Necesitaba guardarme para mí mismo. Necesitaba cambiar el protocolo de actuación. Y, con el tiempo, se ha convertido en una dinámica con la inercia suficiente como para que sea difícil de cambiar. No sólo por la inercia en sí, que ya es bastante fuerte, sino porque cambiarla supone incluir un montón de cosas en mi dieta, cosas como tomar botellines en el bar hablando de lo que sea y asistir a cursos y a reuniones de algo. Es posible que estés dispuesto a dar el paso al vacío, pero… ¿estás dispuesto a caer? No es un buen ejemplo. Contiene la idea, pero no es un buen ejemplo. Cambiar las cosas siempre supone estar de acuerdo con el lugar al que las cosas van a ir.
Y, por supuesto, me preguntaba que sentirían mis vecinos si de la puerta de ese inquilino ausente que se limita a saludar cuando te encuentra por el pasillo empezase a salir un olor de ese calibre. En qué crónica de sucesos fallida eso encajaría perfectamente. Un fenomenal clickbait.
Por ejemplo, el coco lleva muerto desde el fin de la primavera, pero no me decido a quitarlo de ahí. Si me pertenece y puedo disponer de él libremente estoy en mi derecho, pero eso forma parte del tipo de cosas que no tengo tan claro hoy por hoy.
Así que empecé a desmembrar la cocina. En un cajón guardaba un montón de bolsas de plástico de supermercado, quizá se quedó en alguna de ellas algún resto de vegetales que se estaba pudriendo fuertemente. Revisé todas y cada una de ellas. Es octubre, hace un clima estupendo y estoy de vacaciones, así que sin darme cuenta del todo empecé a vaciar la cocina y sacarla a la terraza. Disfrutando de la tarde y del compromiso con hacer algo. Tiré las bolsas. Desmaceté y replanté unas plantas que tenía en estado precario sobre la mesa de la cocina. Vacié los armarios, los limpié junto con los azulejos. Moví la nevera y vi algo raro en su desagüe: restos. Miré abajo, a la bandeja de plástico sobre el mecanismo en el que termina.
Y allí algo gelatinoso, grasiento como jabón, apestaba. Salí a la terraza. Octubre, vacaciones, solecito. Las plantas. El estar vivo de este modo. El estar aquí. Vacié la peste, limpié la nevera entera. Puse la radio, música clásica. Me aburrí. Cambié de emisora. Mis dedos apestaban. Me senté un momento en la silla, con el desastre de la cocina repartido en la mesa. Cuando terminé tuve que limpiarme los dedos con lejía jabonosa, el olor. La cosa.
Bodegones fungibles, como todos.
Un poco más tarde terminé y me sentí bien. Estuve pensando un rato sobre la frase «el que nada desea, todo lo posee». Y me di cuenta de que no iba sobre no tener nada, sino sobre valorar lo que tienes. Las cosas que no importan las desarrollo en párrafos y párrafos, y sin embargo las que importan sólo las enuncio. Quizá es que lo que importa, lo que realmente importa, es siempre evidente. Lo demás, sin embargo, parece necesitar siempre algún tipo de explicación.
Me sentí estupendamente.
Ese es el total absurdo de algo perfectamente normal.