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a veces pasa algo

Un día como cualquier otro conocí a Laura, una noche de fin de año en la que, sin planes previos, había terminado en un garito cercano a mi casa. Me acerqué a la barra y pedí un litro de cerveza sin mayor intención que acabarlo cuanto antes, como terapia anti-reflexión, e irme a casa a dormirla sin contemplaciones. Entonces fue, después del segundo o tercer sorbo, cuando se acercó a mí y me dijo:

– Estás muy guapo sin barba. Si saliera por ahí contigo te pediría que te afeitaras todos los días.
– Tiempo al tiempo.

Y la miré un minuto largo, sonriendo ella desde vete tú a saber qué torre de marfil, para volver después a la jarra. Di un sorbo lento, sabiendo que no estaría allí a mi vuelta, como casi cualquier aparición más o menos fantasmagórica. Cuando apoyé el cristal en la barra otra mano lo levantó y me condujo de lleno a sus ojos, mirándome tras cristal y nacar y espuma de cerveza.

– Lo digo muy en serio.
– Yo también, tiempo al tiempo.

El rubor mezclado con indiferencia me golpeaba las sienes. Cogí el litro de entre sus manos y me lo llevé a los labios, mirándola directamente. No sabía qué ver porque nunca supe qué buscar.

– No estás muy animado.
– He tenido décadas mejores, no voy a negártelo.
– No me vas a negar nada.
– Es probable, pero no deberías forzar tanto.
– No estás en situación de amenazar con nada.
– Eres demasiado lista.
– No te infraestimes, amigo mío.
– Manías que tengo.

Pidió otro litro de cerveza y brindamos. Más tarde mis dedos se volvían nata sobre sus caderas, perfectamente dibujadas en mis sábanas de raso.

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