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ingenuidades

Limpiar supone cierta ingenuidad, la de poder restañar el mundo. Cuando coges un objeto para pasarle un trapo crees que puedes reintegrarle lo que el tiempo le ha quitado. Él nunca resta.

También están las cosas viejas y limpias, a punto para el esfuerzo. Y una cierta sensación de control, de saber lo que tienes y dónde, y otra de potencia: soy capaz de hacer esto, de estar haciendo esto, de estarlo consiguiendo. Una cierta pureza habitacional: no hay agujeros en esta casa, amigo, por más que busques. Lo que ves es lo que hay, lo que hay es lo que habrá. No hay doblez.

Nunca me ha gustado limpiar. Cuesta mucho, dura poco. Pero siempre he tenido demasiadas cosas que no me atrevía a tirar, cosas adheridas a mis costados, a las paredes, metidas en los armarios. Limpiar era embarcarse en un viaje de lo que ya no, cosas que cada vez había que retirar, mirar con lástima y dolor y volver a colocar. No hay ninguna obligación de mantener nada, hay que aprender a deshacerse de lo que no queremos: hay que aprender aunque y sobre todo porque somos tan pobres que llevar algo al contenedor es percibido siempre como una pequeña traición a ti mismo mañana. Si lo consigues te despides, lo sacas de tu casa, generas un espacio vacío por el que pasa bien la escoba.

Y eso necesita de otro tipo de ingenuidades, pero como casi todas las cosas.

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