Así empieza la nueva novela:
Todas las historias se tienen que empezar a contar por algún sitio, y ya llegados a esta parte del asunto no me parece del todo inconveniente que sea aquí mismo, en el momento en el que Sonia y Dena están sentadas en la bañera, atrapadas en un beso. El agua les cubre las caderas y ambas se rodean la espalda, con los ojos cerrados, semi inconscientes y doblemente vivas, paradójicamente. Es difícil no pensar ahora, en este microsegundo, en todo lo que ha hecho falta para que esta imagen acabe produciéndose. Yo no supe ni quise ver nada, y no hubiera sabido si no me hubiera dado por matar el tiempo mirando las fotos que Sonia guarda el ordenador, mientras es tarde y llegamos tarde y ella está en la ducha, con retranca, alevosía y una indiferencia atroz por los asuntos del reloj. Me pregunto qué extraña lucidez tiene que tomar cuerpo para, una vez en el agua, en pleno prodigio, la cabecita de Sonia decidiera ir a por la cámara mientras que otra lo permitía. Me pregunto qué pensó Dena en los segundos en los que se quedó sola, replanteándose la situación. Sonia estaba yendo a por la cámara, podía eludir el pensar perfectamente, podía limitarse a caminar cinco pasos, salir del baño, caminar cinco pasos y entrar en el dormitorio, caminar un par de metros y coger la cámara de encima del escritorio, y repetir el camino a la inversa, poner el temporizador, apoyar la máquina en la lavadora, cargar el flash, apretar el botón y abrazar en menos de diez segundos a Dena que la estaba esperando como una sirena. Eso les deja unos cuatro o cinco segundos para dejarse llevar otra vez, para que el tiempo dejase de aparentar ser un escenario a punto de ser fijado y ellas pudieran inmortalizarse sinceras, fluidas, inmersas.
Después debió llegar el golpe de luz y no les importó demasiado, por eso sólo hay una foto. O quizá Dena se cabrease y le pidiera por favor que borrase la imagen, negándose a permitir que hiciera más. Quizá ahí acabó todo. Aunque no es el caso, por lo que sabré más adelante. Me enternezco mirando la foto, porque la mano de Dena está apoyada en el seno izquierdo de Sonia, con los dedos abiertos lanzados al infinito por un lado, y con la palma en posición de «para, por favor». Es lo más confuso de todo, porque la mitad de su cuerpo dice una cosa y la otra mitad lo niega. Tiene la mano en posición de parada, los dedos se extienden en vez de adoptar postura de cuenco, de regazo, y, sin embargo, el torso se adelanta, se pliega hacia Sonia, la busca. Su cara es la expresión de la doble negación y el triple asentimiento. Sus ojos callan, cerrados. Su boca implora. Sus mejillas no quieren saber nada, y no saben cómo salir al paso. Cada una de ellas tiene un brazo alrededor de la otra, Dena tiene el otro, como digo, en el seno, y Sonia prefiere apoyar el suyo en el costado. Una reciprocidad aplastante.
Sonia se explaya en la ducha porque no conoce, ni lo pretende, las constricciones del tiempo ni la educación de las citas, y para no variar ya llegamos tarde a la cena. Sonia bendita Sonia incomprensible e incognoscible, Sonia bendita Sonia no sabes demasiado sobre cómo funciona la vida, pero hay que ver cómo la vives. Cuando yo llegué ni siquiera se había quitado el pijama del oso yogi, ni siquiera la cara de haber pasado la tarde tumbada en el sofá, con la mejilla marcada por los pliegues de la tela de la funda de la almohada. Preciosa sujetando la puerta y sonriéndome, preciosa de todo lo que es más todo lo que aparenta. Escucho cerrarse el grifo de la ducha, y justo a punto de cerrar el archivo me doy cuenta de algo aún más extraño. En los bordes de la bañera hay velas encendidas.
Si hay velas encendidas tuvieron que sacarlas del envoltorio, llevarlas al baño, colocarlas y encenderlas, y todo ello comprendiendo, sin dejar de comprender. Es el tiempo en el que la pasión se hace mundana, en el que el mechero, quizá, no enciende, en el que el plástico se amuralla y no quiere romperse, en el que la mecha se moja y se convierte en inútil. Todo ese tiempo en el que la reflexión no tiene ningún tipo de rozamiento, en el que la pasión se atenúa y deja huecos. Todo ese tiempo que pasaron lúcidas también les condujo a lo que terminó sucediendo.
Sonia sale de la ducha, con una toalla en el torso y otra en la cabeza. Se desprende de la primera y rebusca en un armario-rastrillo algo que ponerse para esta noche. Se demora, se lo toma con calma. Después de mucho mirar-sacar-tirar al suelo-volver a mirar encuentra una camiseta de tirantes casi inexistentes y unos vaqueros. Abre el cajón y coge unas braguitas blancas, sin adornos, pequeñas. Una pierna dentro, luego la otra. Las manos cogiendo el elástico a la altura de las nalgas, tirando hacia arriba mientras se pone de puntillas y echa el pecho hacia delante, para terminar de encajar las bragas en su sitio. Sé exactamente lo que piensa porque de todo, absolutamente todo, hablamos mucho más tarde, cuando yo conocí los detalles de una historia que ya comprendía mucho antes, pese a la carencia de datos. Ahora me está mirando y piensa que soy guapo a mi modo, con esta cara de bestia, guardando para los conocidos una ternura franqueable e incorruptible. Se pregunta cómo pudo llegar a conocerme mientras se pone la camiseta y yo la miro con cara de poker y no creo que haya nada en su conciencia que la erradique de este instante, más que el siguiente. Se pone los vaqueros, unos calcetines a rayas y las pisamierdas. «Bueno, ya estoy. ¿Nos vamos?» Salimos por una puerta que nunca se cierra con más llave que el pestillo y, ya en el portal, me empuja hacia la pared y me da un beso sonoro, labio contra labio. La abrazo y me abraza y nos fundimos un segundo. Con ella es fácil fundirse, nunca piensa en otra cosa mientras está haciendo algo. Sólo eso le importa. Es fácil. En la calle hace un calor subtropical y nos espera el coche, el ritual de la apertura de puertas mientas ella, en el volante, se quita un mechón de la cara, embraga, mete primera y acelera.