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delicioso suicidio en grupo

Hurmaava joukkoitsemurha, 1990. Arto Paasilinna.

[Sin cuentoantes]

Los finlandeses se suicidan un montón, empieza explicando el libro. Por la luz, la apatía que surge de la falta de ella. Una vez que el autor plantea la premisa el entonces protagonista, un empresario acosado por su última bancarrota, se dispone a quitarse la vida de un disparo en la cabeza tras la noche de San Juan. Pero cuando está buscando un buen sitio para hacerlo se encuentra con un militar retirado que está a punto de colgarse de una viga, le grita, este trastabilla, se cuelga. Le salva la vida. Se presentan, el empresario le dice al militar que él estaba allí precisamente por lo mismo y le enseña la pistola para que no queden dudas.

Y deciden contactar con gente que esté en la misma situación. Ponen anuncios en los periódicos y esperan a ver cuánta gente responde. Y responde un montón.

El libro comienza, como dije, con esa premisa de que los finlandeses tienen una cierta tendencia a acabar con su vida antes de que el reloj biológico diga basta, pero en la loca carrera que empieza después no encuentro nada que hable particularmente de ellos en concreto. Y sin embargo sí de un montón de situaciones que se dan en cualquier parte en la que el juego desigual del poder ha metido su mano llena de mierda hasta el fondo. Mujeres maltratadas, personas que han echado toda la leña al asador para sacar adelante un proyecto que ha salido mal, sufriendo el escarnio de todos los demás. Gente atrapada en vidas pequeñas que no tienen ninguna oportunidad de zafarse por falta de pasta, gente con pasta que aún así sigue sin opciones y financian a los demás. Todos en el mismo cepo.

La idea que recorre como un hilo rojo todo el libro es que, de algún modo, hemos organizado todo esto para estar jodidos haciendo lo que había que hacer —aunque nadie sepa quién, nadie sepa por qué—, y el que quiere salir de la noria tiene que pagar un precio del modo que sea o se nos viene abajo todo el asunto.

La novela tiene un tono humorístico en el que no pude entrar en ningún momento, porque el trasfondo es espeluznante. Gente con ideas y sin recursos, gente que sólo tiene recursos que no evitan por sí mismos la cacería. Incluso las situaciones personales que tienen mucho más de irrevocables, como las enfermedades terminales, están influenciadas por la falta de oportunidades. De andar por casa, oportunidades de darse una vuelta, conocer a un par de personas, cambiar el rumbo, disfrutar los días que nos queden.

Aunque sea duro escribirlo, desde el prisma de la novela no importa demasiado si nos quedan tres o cincuenta mil días de vida, lo realmente relevante es qué manojo de opciones tenemos para ocuparlos de una forma libre y completa. No importa lo que tengas, lo que importa es estar jodido con lo que te ha tocado, como todos y cada uno de los demás hacen responsablemente. Estar atrapado en una habitación cerrada no es el problema, y solucionarlo es cosa de cobardes, de gente sin dureza. Lo realmente importante —parece ser en el desfile de personajes que entran a formar parte de la comitiva—, es sufrir. Apechugar con lo que te toca hasta que dejes de respirar.

Y si bien el propósito es lúdico, yo no he podido dejar de sentir terror en cada una de sus páginas. Y no es el sentido explícito del autor, que está haciendo escarnio precisamente de ello, sino el comprobar que las bases de las que se alimenta, el rosario de experiencias personales que necesita para contar este pequeño divertimento, están ahí y son una parte importante de nuestra sociedad, de lo que han construido para nosotros y que nosotros mismos apuntalamos día a día. De cómo no es fácil hacer un cambio sin hacer un salto de fé hacia el vacío, sin red y sin apoyo alguno. Sólo la necesidad como grupo de que no funcione. Porque nada debería hacerlo.

Siempre me ha resultado antipática, por decir algo, la gente que utiliza a los que le rodean para mantenerse en pie, que no aceptan un trabajo en un restaurante de comida rápida cuando lo necesitan porque no es lo que buscan y porque va a demacrarles, a casi aniquilarles por completo. Y aunque eso sigue siendo así porque está inscrito en mis circuitos cerebrales, y aunque yo ya llevo a mis espaldas tanto coste de oportunidad que casi no puedo ni levantarme por las mañanas… realmente no puedo culparles. ¿Qué van a hacer si es la propia política la que les/nos da la espalda, la que ha entendido la vida entroncada en un esfuerzo que nada tiene que ver con nosotros?

Vemos a gente perseverar en sus cosas, muriéndose de hambre y sableando a los que les rodean, y nos sentimos bien. Están en la mierda porque quieren. Mírame a mí, puteado en un esfuerzo que poco tiene que ver conmigo pero con la capacidad de tener mis facturas al día. Mis facturas al día. Me cuesta la misma vida y los únicos que ganan con mi imbecilidad son los que las emiten, que cobran regularmente.

Necesito que caigan porque son la constatación de que no me equivoqué, de que no me he equivocado, de que sigo sin equivocarme cada día en el que no hago más que equivocarme.

De vez en cuando alguno lo consigue, consigue que lo que le da aliento le dé también de vivir. No pasa nada, todo está escrito. Son la excepción que confirma la regla. Tenemos un montón de idiotas más a los que culpar y aplastar por nuestras miserias. Por cada uno que lo consigue hay miles que nos demuestran que nos estamos destrozando del modo adecuado y nos reafirman.

Escribí hace ahora veinte años, en Seis días impresos:

Es lo de siempre es
lo mío
lo tuyo
lo suyo
y lo nuestro,
y de ahí no podemos salir
y nos sentimos bien cómodos en
nuestros dominios porque tenemos
derecho,
que es una cosa muy seria en la
que nos podemos amparar para cometer los
mayores delitos, mucho más importantes
que fumar un porro en la calle
o tocar en un parque. Tengo derecho
a dejarte fuera porque ya
me he puteado bastante para conseguir
esto, firmé sus jodidos papeles y me obliteré
para poder decirte ahora:
eh, tío, no hay ni habrá sitio
para ti en esta parcela de mundo
manchada por mi sudor y mi muerte,
por ella perdí todo lo que era y ahora sólo puedo
decir que soy charcutero y dueño
de este pedazo de universo en el
que tú no cabes porque
aún
no
te
has
puteado
lo
bastante.

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