Subía del sumermercado, después de comprar un sustituto para el recogedor que Marcos pisoteó, borracho y eufórico, mientras intentaba encontrar el baño sin visión nocturna perdido en un marasmo de vaivenes, cuando me encontré a mi vecino bajando. Visiblemente nervioso, me saludó y se paró a mi lado.
– Tío, mi mujer se ha pirado, tronko.
Y se me quedó mirando como si yo, en este tema en concreto, fuera una especie de gurú o extraño chamán urbano. En su mirada había una exigencia de sentido, de concretar una respuesta, o un consuelo, o una ayuda por nimia, mínima o exigua que fuera, que me incomodó. No me gusta que me presionen.
– Ya. Es lo que suelen hacer, tarde o temprano. No le des más vueltas.
Y ahí le dejé.
Al mismo tiempo que seguimos fajando por la liberación cultural, social y laboral de la mujer, a alguien debería ocurrírsele, pienso ahora, empezar a abogar por la liberación emocional del hombre. Tiene un gran campo.