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libertad vigilada

El que había en mi casa era de color amarillo roto.

El caso es que entonces no lo sabía nadie, y cuando te digo nadie te estoy diciendo casi nadie, y cuando te digo que no lo sabía casi nadie quiero decir que había algunos, como yo, que no teníamos ni idea.

En mi generación, te digo, nos metíamos en las obras como si fueran parques, y en los parques nos metíamos como si fueran la alfombra del salón de casa. Éramos audaces, ¡pero es que no había otra forma de hacer las cosas! Si tenías que ir a alguna parte a la que no habías ido nunca y tenías un mapa lo mirabas, anotabas un par de cosas en una servilleta y te ibas para allá. Si no lo tenías le preguntabas a alguien. Después, si había suerte, llegabas. Si habías quedado con alguien a una hora de tu casa y surgía algún imprevisto, le esperabas durante un buen rato y, cuando no aparecía, te volvías y listo. Al fin y al cabo sabías lo que te había costado a ti llegar y las veces que estuviste a punto de no conseguirlo, y entendías que el otro había pasado por lo mismo con algo menos de suerte.

Cuando nos íbamos, nuestros padres no tenían ningún modo de contactar con nosotros hasta que volvíamos. A eso se resumía todo. ¿Estás perdido? Encuéntrate. ¿No tienes dinero para volver? Pide ayuda a quien pase. ¿Tienes hambre? Pues espera un par de horas hasta que vuelvas y puedas desvalijar la nevera. Eran tiempos diferentes, claro, pero para nosotros era lo normal, no algo particularmente difícil. Tuve mi primer móvil a los 19, y cuando lo tuve en el bolsillo no tenía dinero suficiente para utilizarlo. Recargaba puntualmente la batería, lo llevaba siempre conmigo y esperaba a que alguien me llamase o me enviase un mensaje, pero todos estábamos más o menos en la misma situación y por eso no sucedía a menudo. Y al principio ni siquiera sabíamos exactamente cómo utilizarlo. No, no era que no supiéramos manejar el ladrillo, nos habíamos pasado horas mirando el manual de instrucciones pensando encontrar en él la respuesta al significado de la vida, es que en un mundo que había vivido sin ellos tanto tiempo tampoco estaba muy claro cuál podía ser su uso. Tuvimos que ir inventando las situaciones en las que utilizarlos. Tuvimos que ir negociando con las rutinas para ir colándolo en un sitio y en otro.

Y había cabinas, que si eran cerradas olían de un modo que aún me hace estremecer y si no lo eran te empapabas, te helabas… solían tragarse el dinero y no lo devolvían, todas estaban regularmente rotas por algún sitio, decoradas con círculos negros de las quemaduras de cigarro y recubiertas de quién sabía qué cosas, y sin embargo… la alternativa era el salón, en el que tu padre estaría mirando la tele y tu madre cosiendo, ambos a menos de un metro de ti. Cuando estás hablando con la chica con la que acababas de empezar a salir la perspectiva de la cabina era la idea más grande de libertad que podías concebir, y no importaban ni la lluvia ni el sol ni el dinero que costaba mantener eso en marcha. Pero uno de los dos tenía que sufrir, claro, si tú llamabas desde la cabina a ella le tocaba coger la llamada desde su salón, si te llamaba ella tú ya tenías comentarios en la cena, en el mejor de los casos. En cada grupo siempre se rumoreaba que había uno que tenía un teléfono supletorio en su cuarto, pero eso nunca te tocaba a ti. Si se lo comentabas a tu padre te preguntaba que qué tenías tú que esconder ante tu familia. No… tú tenías que pasar por el escrutinio cada vez que. Al ser conversaciones vigiladas no podías hablar libremente. Tenías que engañar a la vigilancia, rodear el tema, utilizar la ambigüedad. El juego al que se jugaba era a que el que le había tocado cabina, hablaba. Al otro le quedaban los monosílabos y las respuestas inconcretas, que no dejasen ninguna pista sobre lo que estabas pensando realmente hacer. No porque fuera malo, sino porque era privado, y lo que menos querías eran preguntas sobre ello. El problema es que lo vergonzoso no eran las respuestas, sino las propias preguntas, el sólo hecho de que tu padre o tu madre las formularan.

–Así que… has quedado con […]
–Sí…
–¿Y qué has pensado?, ¿qué vais a hacer?

Y «plof», de repente estabas muerto. El exceso de sangre en tus mejillas había dejado sin riego al cerebro. Ibais a ir a un parque a pasear, columpiaros y sentaros en un banco (esto depende de la edad, estoy pensando a entorno a unos catorce ahora mismo), y tú a intentar averiguar qué era lo que pasaba por su cabeza y, a ser posible, en cuánto y de qué modo podría afectarte. Nada más. Pero lo que fuera que fueras a hacer daba igual: la pregunta estaba hecha y tú le rezabas a toda una buena colección de dioses para que te tragara la tierra antes de que tu madre pudiera llegar a pensar que querías darle dos piadosos besos a la chica que parecía que te gustaba (no había internet ni, realmente, películas que te hubieran dado una idea de lo que esperar, al igual que en todas las demás ocasiones íbamos sin GPS).

Y no se podía llamar más tarde de las diez de la noche, porque a esas horas sólo llaman para desgracias. Así que tenías que llamar a las siete de la tarde cuando querías llegar más tarde de tu hora, ¡pero no puedes inventarte imprevistos que vayan a suceder a tres horas vista! No puedes simplemente decir «oye, que Juan se ha torcido un tobillo y estamos con él en urgencias, llegaré dos horas tarde» a las siete, porque lo más normal es que te respondieran «¿dónde se lo ha torcido, en Murcia?» Era tal la psicosis sobre el tema de llamar más tarde de las diez que, en las raras ocasiones en las que un… asunto me retenía, prefería pasarme toda la noche fuera sin avisar y tragarme el broncón del día siguiente. Era mucho más suave que llamar después de las diez. No suave como un apretón de manos y un abrazo, sino más bien mucho más suave que arrancarte las veinte uñas durante medio año, una y otra vez según van creciendo. Si no avisabas, sólo te las arrancaban una vez: al día siguiente.

Por otra parte, si avisabas podían decirte que no les importaba, que volvieras a casa. Si no llamabas no corrías ese riesgo. Era todo tan parte de una gran locura que calculabas si la chica que habías conocido merecía el broncón del día después. ¡Parte del asunto era el cálculo del castigo! Sabías que una chica te gustaba realmente cuando asumías el riesgo de que tu padre, al que te acababas de encontrar a las seis de la mañana justo antes de que saliera para irse al trabajo, sentados en la mesa de la cocina, te las hiciera pasar realmente canutas. «Oh, joder. Esta chica me gusta de verdad». Estaba decidido.

Y no estábamos preparados para lo que vino después. O quizá el resto del mundo lo estaba, pero a mí me pilló por sorpresa. Twitter, Instagram, Facebook, gente subiendo sus datos a redes como si fuera su trabajo, como si les pagaran por ello. No es que no previéramos el nacimiento de ciertos servicios, ¡no previmos la reacción de la gente!, ¡en eso estuvimos perdidos! Al principio tu vida en internet era tu alias, e intentabas mantenerlo lo más lejos posible de tu identidad real, porque querías comunicarte pero sin perder la privacidad. Exactamente igual que cuando tu novia te llamaba y tú cogías el auricular frente a tu madre y tu padre en el salón. Estábamos entrenados para ese tipo de operaciones encubiertas. Y el caso es que entonces no lo sabía nadie, y cuando te digo nadie te estoy diciendo casi nadie, y cuando te digo que no lo sabía casi nadie quiero decir que había algunos, como yo, que no teníamos ni idea, pero el hecho de que alguien pueda subir sus vacaciones a cualquiera de las redes sociales, con su nombre y apellidos y su dirección fiscal, haciendo una descripción pormenorizada de las borracheras en las que se ha visto envuelto y de sus crush fallidos o no, a mí me sigue pareciendo como si, entonces, me llamase la chica con la que estaba saliendo y, frente a mi madre con la calceta y mi padre con la vista tiesa en la Uno, yo dijera:

–¿Tienes para anotar? Te doy la dirección de la pensión. Nah, no saldremos a cenar, llevo unos bocadillos de lo que he encontrado en la nevera, no podemos perder tiempo, tenemos sólo cuatro o cinco horas. ¡A follaaaaaar!

Pero al menos, entonces, los únicos que se iban a enterar de ello eran tus padres. Que, de algún modo extraño, caustico, retorcido e inexplicable, te quieren y no van traficar con esa información justo después de matarte por lo que acabas de decir (bueno, quizá sí con algunos vecinos, algunos amigos en el trabajo, tus tíos en nochevieja entre las sonrisitas de la cena y el «ojo, el chaval está creciendo»).

Ahora se lo entregamos a Facebook y sus filiales, a Google y sus filiales, a Amazon y sus filiales. En realidad no ha cambiado tanto la situación, el salón con alguien escuchando a un metro sigue siendo el entorno, pero sí lo ha hecho nuestra perspectiva. Hemos permitido que se haya ido directa y tontamente al carajo.

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