El mundo es una construcción, pero decir eso no es decir nada que no sepa nadie. Los ejemplos en la literatura, por ejemplo, son infinitos. Mundos alternativos, pasados y remotos en los que la sociedad en su conjunto le confiere valor a cosas que, vistas desde fuera, nos parecen ridículas.
Los himba extraen los incisivos inferiores de los niños cuando llegan a la pubertad. Así. Con los medios de los que disponen. En este caso, decir «extraen» es un bonito eufemismo.
Pero esas cosas que producen extrañeza, horror o risa cuando se miran desde fuera, construyen el mundo de significados en el que nos movemos y que, independientemente de lo que pueda ser el mundo, nos conforman. Son tan reales como un trozo de madera para el que las vive.
El mundo existe o no, el mundo significa lo que vemos o no, vemos lo que hay o lo que somos. El caso es que mientras vemos lo de fuera como algo curioso, se nos puede quedar dentro la espina de pensar en cuánto de lo que vemos es cierto realmente. ¿Cagar en un inodoro? ¿Pagar la luz? ¿Tener un coche como símbolo de estatus?
La convención social como medida de la realidad.
La convención social como medida de todas las cosas, como un conjunto de alternativas posibles en las que inscribirse según donde uno quiera posicionarse.
Es algo así como que la sociedad en la que vives, construida con el conjunto de significados reificados en los que se mueve, te confieren los caminos en los que decirte a ti mismo y a los demás quién eres. El ser humano vive en una burbuja que ordena y dibuja lo que tiene sentido y lo que no. Incluso existen caminos de rebeldía tipificados en un conjunto de significados, que hacen que los demás se sientan molestos cuando los tomas, pero no extrañados. Al fin y al cabo, es un camino con sus indicadores.
Yo llevo el pelo largo y una poblada barba porque me gusta, pero, ¿por qué me gusta? Porque en el conjunto de símbolos en los que me muevo en sociedad quiere decir algo, y me identifico con ese algo. Al identificarme con ese algo decido tomar una opción. De hecho, cuando llevo el pelo y la barba largas, me estoy mostrando de ese modo ante los demás. Como el cascabel de la cobra les estoy dando una primera impresión de lo que deben esperar de mí. ¿Es tan complicado pensar en una sociedad en el que ser barbilampiño y llevar el pelo rapado signifique exactamente lo mismo? No lo es.
Los valores más absolutos, la bandera, el país, las creencias, no son más que un modo de adscribirse a ciertas ideas que no existen en, por ejemplo, un bosque. Un modo de significarse ante los demás. Un modo de GRITAR ante los demás «eh, que yo soy así». Del mismo modo, los valores más disolutos no son más que un modo de GRITAR ante los demás «eh, que yo soy así». Suponen un modo de identificarse en el grupo humano, y ambos lo hacen en sentidos opuestos, pero en la misma linea. Y ambos olvidan que hay más cosas fuera de esa linea. Que el juego de significados no tiene por qué ser un asunto de semáforos, sino una paleta de colores.
Eso quiere decir, en cierto modo, que el mundo existe, pero nos importa un bledo. No nos importa sustituir lo que el mundo ofrece por un conjunto de significados propios, construidos, que terminan siendo mucho más importantes que el propio mundo. Y ese tipo de decisiones afectan a todo lo que se te ocurra. ¿Dónde vives, por qué?, ¿cómo vives, por qué? Ser consciente de ello no confiere ninguna ventaja, excepto si no posees una moralidad cualquiera. Cualquiera me vale, incluso las más detestables. No tenerla te permite moverte de una posición a otra sin ninguna reflexión previa. Y eso es una ventaja posicional. Posicional.
La cultura, en lo que supone de nuevo mundo en el que se mueve la sociedad, tiene un valor de pertenencia a un grupo y de exclusión de otro innegable. Por eso ninguna podrá ser realmente justa (y me gustaría dejar la frase ahí, pero no es a donde voy) si el acceso a los significados no es libre y gratuito. Ya que tenemos que jugar, juguemos. Todo lo demás son requiebros.
Y es muy fácil concluir en que no existe nada. Y, en cierto modo, es cierto. Pero el hecho de que tengamos la capacidad de construir nuestra propia red de significados que lleguen incluso a sustituir esos otros que son más… ¿naturales?, ¿reales?, no quiere decir que todo sea lo mismo. O sí. O no. O depende del contexto.
De ahí todo el rollo con la muerte de Dios de Nietzsche. Dios ha muerto. Pero eso no significa nada más que una tupida red de significados que se daban por ineluctablemente ciertos porque emanaban de algo superior han entrado en tela de juicio. No hemos perdido nada. No es que antes tuviéramos suelo firme que ahora hayamos perdido, es que nos hemos dado cuenta de que nunca lo fue. De ahí la importancia del autor para un tipo de veinte años que lo conoce por primera vez. ¿Cómo? ¿Qué esto es revisable? ¿Seguro?
El problema es cómo llegar a un acuerdo. Sin un dios que nos guíe, que nos diga lo que está bien y lo que está mal. Sin un «bien para la sociedad» que nos guíe, que nos diga lo que está bien y lo que está mal. Sin un «esto es innegablemente cierto» que nos guíe, que nos diga lo que está bien y lo que está mal.
Sin todo eso, ¿qué hacemos? Vivimos en una mentira. Vivimos en una verdad. Todo es según el color del cristal. Vemos como somos.
Qué locura, ¿no?
El único hilo que es capaz de mantener todo unido es la moral. Pero no una moral absoluta, porque no tenemos acceso a algo así. Una moral construida en el diálogo, con todo lo que eso tiene de libre y de complicado. Vale, no hay absolutos, pero nuestro cerebro trabaja mucho mejor con ellos.
Nos movemos con anotaciones electrónicas, papelitos de colores y con trozos de metal cuando queremos adquirir algo. De hecho, radicamos nuestra relevancia en el mundo gracias a tener más o menos de eso. El dinero es el dios al que más rezamos. El dinero es el nuevo mundo de las ideas, al que todas nuestras mezquindades particulares refieren. No es particularmente bueno, ni particularmente malo, pero el dinero es, en lo esencial, exactamente igual a los incisivos inferiores de los himba.