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calles y calles

Claro, había ruido, como te dije. Los que te dije se miraban unos a otros como si nada fuera el principio o el fin del mundo más que estar metido en cierto tipo de barullo, de iconoclastia parcial de la conversación, limitada a ciertos gruñidos más bien incomprensibles. Yo tenía una copa en la mano, herencía recalcitrante de no sé qué Miguel pasado y mal enterrado. Hugo olía a grasa de cafetería de viejo y su aliento apestaba a indecisión, a indeterminación, sus ojos tenían el aspecto de intentar sostener una catedral gótica en un basamento hecho sólo de palillos. Claro, no había tiempo o el tiempo fue abolido y arrancado de sí mismo, y nos adentramos en una especie de eternidad sin ritmo marcada por las canciones sin respiro y las luces azules en ráfagas rápidas y epilépticas. Era la gran lonja de carne donde sólo puede comunicarse la carne, así que mirábamos. Yo tímido, esquivo, oculto detrás justo de mí mismo. Me acordé de aquello porque cuando aquello no parecía hacer falta esto. Esto, en comparación, tiene toda la forma y el contenido de una estupidez, pero como ritual esquizóide no parecía andar del todo laxo, del todo vacío. La circunstancia cárnica te permite tomar fotografías mentales con las que luego siempre le pongo cara a los personajes de las novelas. Aquella tipa de azul sería perfecta para un papel de danger. De aquellos que tantean y son como una riada, como una riada que anega y destroza todo en su camino, mientras y sólo porque están buscando y no encuentran nada. Imposible hacerlo, demasiado obsesionados por la búsqueda. Seguirán buscando hasta que se paren, extenuados, o se mueran. Imposible saberlo de antemano. Aunque parezca una estupidez, la peor forma de buscar es tener una idea de lo que vas a encontrar. No te sirve nada.

Y yo, como te dije, parapetado en mí mismo y en la gomina con fibras de la cabeza, miraba tímidamente, apurando la copa al mismo tiempo que la elongaba en el no-tiempo (o mejor a-tiempo) de estar allí con las luces y las canciones sin respiro. Hugo babeaba en mi oído y nunca supe qué o qué cosas dijo. El resto de la timba estaba montada, Cisneros en su salsa, bebiendo vida por todos los poros de la piel, el galego feliz de ser y estar sin tener que pensar ni en ser ni en estar, demasié preocupado por su asunto, en su papel más extremo y respetable de perro guardián o cancerbero o chiguagua faldero, no puedo concretar en este momento. Y la ella que era otra ella se estaba muriendo, de un modo divertido y en cierta forma frívolo, con una dosis etílica bien metida en el cuerpo efímero que pasa, enmarañada en las figuras paternas que siempre y sólo busca en todas partes y a duras penas encuentra en ninguna. Lleva tiempo muriendo, sin saber salir de un agujero que nadie ve, más que ella misma. Hay que estar donde se está y un insulto o una salida de tono no conseguirá enfadarme nunca, porque te estás muriendo y eso, al menos, lo entiendo, aunque no entienda el agujero. Es para verlo. Mejor no. Desde luego mejor no. Es todo más sencillo. O debería serlo. Tú también ves mi agujero, ¿verdad?, y supongo que tampoco lo entiendes demasiado. Estamos condenados desde que nacimos a los desencuentros. Son mucho más frecuentes, absolutamente, que los encuentros. Esos son los menos.

Y había ruido, como te dije, un ruido que era como la condición de posibilidad de todo lo demás o como una suerte de nicho ecológico, de ecosistema singular o sistema sinérgico, marco en el cual todo lo demás se movía sin-tiempo en el a-tiempo de las canciones sin respiro y las luces azules epilépticas. Un cierto momento después los relojes inútiles e inservibles en el no-tiempo marcaban las cinco de la mañana, y cuando se acabaron las canciones nos fuimos al coche. El galego seguía siendo feliz por ser y estar sin tener que pensar ni en ser ni en estar, pero adivinaba que se estaba acabando el juego y que, en breve, tendría que reintegrarse en el circuito temporal, con todas las preguntas adosadas de serie. El chaval de la dory cansado, pensando en el tenue y tibio abrazo de las sábanas bajo las mantas o el edredón nórdico, en la oscuridad sin palabras de las imágenes supralunares de morfeo. Y yo, cuando el semáforo se puso en verde y me despedí de ambos, no sin olvidar decir «mañana qué´», o «mañana en», o «mañana después de y siempre de», crucé la gran calle que era como una gran y atinada metáfora de dejar detrás la noche del viernes para volver al barrio, a las calles archiconocidas del estar cotidiano y el mundanal y telúrico ruido habitual, crucé la gran calle regresando a las calles pequeñas, los vericuetos de hacienda y el banco, el pan, la carne y el pescado y subí la cuesta sin problemas, estoy en forma, y metí la mano en el bolsillo para sacar las llaves de la casa que sigue siendo la casa, me replegué en la ducha y en la colonia para niños y me tumbé en el sofá,
chasqueé una cerveza,
abrí un libro

y boing

de repente volvía a estar en otro sitio.

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