Dicen que el mundo se viene abajo, y es posible. Que tengo los días contados, y es cierto. Que mi contrato de alquiler está cerca de expirar, y tienen toda la razón del mundo.
Pero yo, mientras tanto, sigo, indiferente. Consciente e indiferente, como mecanismo de fitness económico, social. Me importan mucho más las canciones, los relatos, la novela, los libros de poemas. Algún día ya no estaré en esta casa y quizá las vea negras, muy negras. Pero eso no será hoy, ni mañana, y tengo cosas que escribir, muchas, cosas que decir que no van a decirse solas. Lo demás, entendedme, me da absolutamente igual. Hay que comer porque hay que comer, hay que currar para pagar el alquiler, hay que afeitarse para no llamar la atención, hay que ducharse cada día porque es un lugar en el que me gusta estar, en el que me encuentro cómodo y a gusto, hay que utilizar desodorante para que los olores no terminen confundiendo el mundo reificado de la humanidad con algo menos sutil y elaborado.
Pasará el invierno y lo hará del único modo que yo quiero: hablando y escribiendo. Contando lo que no termina de ser contado, por más relatos, poemas y canciones que escriba. No me preocupa ser feliz ni infeliz, ni vivo ni muerto, ni roto ni entero, me preocupa escribir, leer, tocar la guitarra. Despegarme, desapegarme del yo desde el yo mismo, como únicamente puede hacerse sin poner en peligro el credo inexistente de uno mismo (que lo otro son dogmas y sectas, ciertamente). Ayer leí en un libro que me prestó solano:
«Ahora sabía -eso la asustaba y, paradójicamente, la tranquilizaba al mismo tiempo- que era posible, incluso fácil, instalarse en la soledad como en una ciudad desconocida, en un apartamento con un viejo televisor y una cama cuyo somier rechina cuando te revuelves, insomne. Levantarse a orinar y quedarse allí quieta, un cigarrillo entre los dedos. Meterse bajo la ducha y acariciarse el sexo con la mano humedecida de agua y jabón, los ojos cerrados, recordando la boca de un hombre. Y saber que eso podría durar toda la vida, y que ella podría extrañamente acostumbrarse a que así fuera. Resignarse a envejecer amarga y sola, estancada en aquella ciudad como en cualquier otro rincón perdido del mundo, mientras ese mundo seguía girando como siempre lo hizo, aunque antes no se diera cuenta: impasible, cruel, indiferente.»
La Reina del Sur.
Arturo Pérez-Reverte.
En el transcurso de los días se pierden unas cosas (amigos, amantes, mecheros, bolígrafos, a uno mismo) y se ganan otras. Pero es mentira. No se pierde ni se gana nada. Sólo se vive. Y vivir tiene un aquello muy grande, muy perceptible. Evidente. Vivir siempre es emocionante, no importa la decisión que tomemos o dejemos de tomar. La aberración es vivir con sensación de normalidad.
Nada, absolutamente nada de lo que sucede, es normal.
Cierto. Nada es normal. Hasta mi normalidad se quiebra a cada segundo, cuando la pienso de nuevo, como si hubiese decidido llevarme a la tintorería, enterita, para que me quitasen las arrugas en las que no hago otra cosa sino tropezar…
Veo las mismas caras casi todos los días, pero sigue siendo algo extraño volver a encontrarlas por las mañanas, cuando, durante la noche, han ocurrido tantas cosas que podrían haber modificado su permanencia… hasta el pliegue de la sábana es distinto cada noche.