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amanuense


Siempre que termino un libro me siento vacío. Supongo que es un pelín de jet lag, algo de inercia que se resiste a ser lo que quiera que yo sea de nuevo. Es simplemente curioso. No es que quiera saber más. Es que quiero ser más.

Estoy escuchando a Doctor Grillo, tomando un vino crianza, fumando un cigarro. Pensando un poco. Triste… ¿estoy triste? No puedo saberlo. Más bien quizá indiferente. Extraño, de algún modo pleno, pleno de restos de los acontecimientos del fin de semana, que ya han sido escritos y por tanto así es, y así será para siempre desde su propio momento mismo. Cada cual el suyo. Un nuevo cuerpo adosado a mi cuerpo de forma indeleble, de una sola vez y para siempre. Curioso, ¿no?

Me encantó tener a tanta gente aquí, escuchando música y preparándose con unos vinos y unas cervezas para el concierto. Me gustó mi cuarto, lleno de velas y de gente. Me gusto, como siempre lo ha hecho, la sensación de tocar para alguien. El más que patente nerviosismo, las dudas, la desconfianza hacia mis propias canciones, carne de mi carne que hago sonido para que reverbere en los tejados, con un alcance que me gusta pensar es mucho más de lo que soy yo mismo. Hay algo de mí en mis canciones, es estúpido pensar de otro modo, pero también hay algo más que me transe y me supera. No me estoy volviendo místico, en terminología de la filosofía del lenguaje una porción de significados no me pertenece, sino que son adheridos a la melodía por todo aquel que la escucha, engrosando la música hasta hacerla un poco más extraña, un poco más ajena a los desvaríos más o menos certeros de mi ego racheado. Te das cuenta (Hare, ¿es verdad, no?) de que hay algo que no va a pertenecerte nunca, desde el mismo momento en el que alguien oye a tu niña por primera vez. Algunas se convierten en monstruos deformes. Otras se hacen bellas, en una cadencia difícil de expresar.

Luego salimos, y hablamos, pero yo no dejé de estar en otra parte en ningún momento. Contemplando la escena desde arriba, en La Estación, tomando unos minis de cerveza. Evidentemente borracho, pero no era eso. Era sólo el que desde la superficie hablaba el que estaba borracho. Un pelín más dentro, un par de capas menos, estaba sobrio y enardecido. Transido por una fuerza que no es mía. Adrenalina, diría un médico o un químico. Consiento. La cuestión de los nombres ha dejado de importarme. Las cosas son las mismas cosas las nombres como las nombres. La única diferencia se encuentra en que el nombre marca el significado subjetivo (cuidado con los nombres, no son más que juguetes, lo que sea que en verdad es no está en ellos, ni ellos son capaces de aprehendelo siemplemente siendo enunciados).

Después dormí como un niño. Como sólo un niño puede y sabe hacerlo.

Después desperté. Era Otro Día. Fuí a comer con mis padres. Después hay un breve inciso que no mentaré aquí. Después fui a ensayar. Otra vez el golpe, transido y dejado atras por el propio eco de mi voz resonando en los tejados. Cansado, me puse a leer hasta que volví a dormir como un niño. Me amparé en Boecio, sólo para detestarle en cinco minutos.

Después desperté y era hoy. Fui a ensayar y más de lo mismo, pero mejor. Fuera de mí, absolutamente fuera de mí. La música es un lenguaje repetitivo que te inserta en la rutina hasta tal punto que dejas de pensar en ella (aparente contradicción) para estar-pensar en otra parte. Después fui a comer con mis padres. Vi el odio de mi madre hacia mi abuela. Comprendí que no era odio. Es rabia inexpresable por verla así. Es decir, por no verla. Demencia senil. No sabe quién es, ya ni quien fue. Pero mi madre no la odia. Debería llorar por ella. Se sentiría mejor. Rabia no expresada por haber perdido a su madre (¿quién sabe cuántas cosas no supo decirle cuando pudo, quién sabe cuántas le habrá dicho comprendiendo que ya no sirve de nada, que sólo hay un muro al otro lado en el que sus ecos rebotan, cubriéndola de melancolía y desesperanza? Yo algunas las sé, pero sólo las más superficiales, las menos íntimas, y no las que aunque fueran pronunciadas no sabría comprender).

Lo siento, Asún, madre. Lo siento.

Después volví a la lectura. Sin pensamientos extraños, agobiantes, desazonadores. Sólo un algo que lee y un libro. Después se acabó el libro, y sobrevino el vacío. Acudí a este fin de semana, y salí a flote. Tomé una bocanada de aire fresco.

Y ahora… ¿estoy triste?

Sólo recuerdo, cuando quiero, que se me olvidó olvidar. Hace tiempo que pasé el punto de no retorno. José Hierro dixit: «recordando, olvidé lo que olvidando juré recordar». No sé ni cuándo ni cómo, pero sé que lo dijo. Maravilloso desliz, cristalino como el agua. Sería una suerte. Me acuerdo del libro de Loriga («Tokio ya no nos quiere»), o de matrix. A veces querría una píldora que arrancase los recuerdos de mi mente. No porque duelan, ya no duelen. Son preciosos. No es porque duelan, ni lo sería aunque lo hicieran.

A veces, ya sólo a veces, a uno le gustaría hacer una traslación al presente. No es tan raro, ni tan desenfocado como parece.

Pero hay una melodía que no me pertenece aunque sale de mis labios, y que es fuerza cuando en mi cascarón vacío no quedan fuerzas. Va estando en casi todo lo que hago, acompañándome sin ser parte de mí. Es algo impronunciable, una tontería supongo, una idiotez. Una suerte de amanuense que quiso decir algo cuando hizo una canción, un verso, una historia, para luego ver cómo las cosas se pronuncian solas. Se cantan solas. ¿Qué visteis en ese par de horas? Estaría bien saberlo.

Un amanuense, al fin y al cabo. Y es mucho más que suficiente.

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