No importa lo que se diga, cualquier acto termina siendo siempre un acto de odio. Te multiplicas en páginas, en relatos, en letras, en músicas, te triplicas, te vuelves infinito en un crisol de espejos forzados en los que pintas un retrato tras otro, una y otra vez lo mismo. Un acto de amor, parece. Te deseas tanto que quieres verte en todas partes. La deseas tanto que quieres verla en todas partes. Y es mentira.
No lo soportas, te niegas reafirmándote (¿?). Cuanto más te cuentas a ti mismo más y más te laceras. Soportas la vergüenza en base a hacerla cotidiana, constante, un zumbido en tu gilipollez interior. Consigues las fotos, los besos, los encuentros, te justificas en todo ello, en tus payasos multiplicados, con ojos de trapo, con frente de escarcha sobre la acera. Es un puro acto de odio, justamente porque el amor se desprende de todo, sólo necesita de sí mismo. El anverso del amor es el odio, y te das cuenta de lo diametralmente lúcido que supura este llanto forjado de risas, este dolor plagado de placeres o, sumariamente, este amor forjado en odio, revestido de odio, machacado por el odio.
Cientos de espejos deformados de azogue podrido. Es sencillo echarle la culpa al reflejo, imperfecta recreación de una realidad perfecta. Pero no es el espejo, amigo mío. No lo es en absoluto.
Quien dijo que la realidad no es dura…