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párpados, frases, respuestas

Antes de liarme con python en esta semana, después de una semana en Valencia y otra en Candeleda y esperando a la semana siguiente en Almería, me he puesto a convertir todos los textos antiguos a markdown. Son tan antiguos que con algunos he tenido serios problemas para abrirlos.

No vuelvo a guardar nada que no sea texto plano, lo juro.

Ponerme en contacto con los textos del anticuario de hace 20 años ha sido… curioso. Aún tengo que darle un repaso a lo que siento después de todo esto, la verdad. Me ha gustado poder revisitarlos, me ha gustado mucho. Hoy he reconvertido cinco libros de poemas y cuatro novelas. Los libros en sí… no me han gustado demasiado, pero hacer ese viaje en el tiempo a mi cabeza de hace veinte años ha sido espectacular. En serio. Lo juro.

Como soy muy tonto aún no he podido dejar de reírme como un tarado con lo de abajo, que ni recordaba haber escrito ni, si me lo hubieran puesto delante, hubiera dicho que era mío. Así que he tenido que incluirlo en el museo. Se lo merece por derecho propio.

Parpados, frases, respuestas.

1.

Obviamente te preguntarás que hacía yo allí, aquí, entonces, ahora, escribiendo. Es obvio porque tú siempre intentas comportarte como si fueras tú misma. Yo sólo tengo que esperar a que se cumplan mis predicciones, de otro modo eres intratable.

Ante tu futura impaciencia, que será presente y patente cuando leas y pasado cuando anudes entre sí los cordones de mis zapatos y me lleves a pasear —tomándolo por venganza—, te responderé para los tres tiempos que es muy sencillo colegir que me siento solo. Sí, he mirado alrededor y, a: no hay nadie en las cercanías y, b: mi gesto facial se ha delineado tal y como sólo hace cuando nadie mira. Evidentemente eso no es una razón necesaria aunque sí suficiente, por lo que no te queda más remedio que justificarme aunque te pese.

Así pues descorrí los cerrojos que negligentemente colocaste en un armario, para encerrar el bolígrafo y las hojas de escribir para escribir, y me dispuse o me he dispuesto a hacer líneas. Tú ya conoces mis manías, de izquierda a derecha y a base de letras. De otro modo me cuesta.

Por supuesto no olvido-olvidé acumular la suficiente desgana y apatía como para que el negro no deje de surcar el blanco en un buen rato.

Ayer, ya entrando en el no-tema central, quedé con Azucena, que hizo el esfuerzo por lo poquito que le suponía en sí ese mismo esfuerzo. Como llovía nos cogimos de la mano y nos quedamos depie bajo un andamio, que olía a las usuales y feraces sudoraciones de los saltimbanquis y los funambulistas que en ellos germinan su trabajo. Tú dirás “vaya cosa”. Pero es que quiero ir despacio. Después fuimos a tomar café (y ahí ya siento como tus uñas se abalanzan camicaces sobre tus dientes) a una frutería que no servía café pero se dejaba atender por una dependienta amabilísima, que supo entendernos perfectamente a la primera y sin ironía. Huelga decirte que no había ninguna librería cerca donde tomar un buen café aguado bayo claro, enmohecido por la humedad de los falsos libros de los estantes y tenue y satisfactoriamente edulcorado por la melaza de las tapas golosas por motivos del marketing. Si no, ¿de qué la frutería? Pero las cosas suceden frecuentemente como les da la gana ir sucediendo. Ya sabes que yo no soy muy bueno dictatorialmente hablando.

Parloteamos de todo y de nada, incluso un poco más de nada que de algo, tema que también se tocó en la charla. Ella estaba preciosa porque se había atildado su nombre desleído con un tipo de letra absolutamente desconocida para mí, de tal modo que “Azucena” trinaba algo así como “apetito”, palabra que una vez fue calificada por alguien como hermosa y así se quedó instalada de por vida en mi cerebro. Eso ya lo sabes porque te lo estoy contando, así que no merece la pena, formalmente hablando, insistir en ello. Ella dijo vaya ideas que se te ocurren mira que invitarme a pasear sin más porque sí y sin motivo. Vaya, voy a tener que ordenarlo.

—¡Vaya cosas que se te ocurren! —dijo ella— ¡mira que invitarme a pasear sin más, porque sí y sin motivo!

(Un diálogo en forma de diálogo es siempre algo extraño).

—No lo siento en absoluto, diría yo —dije yo—. Creo que me siento bien, huele misteriosamente a fruta y eso me invita a trasladarme a un huerto en las afueras de Murcia donde creo recordar que pasé mi niñez, aunque las pruebas documentales en contra no me permitan aseverarlo sin duda alguna.

En ese momento la frutería se evaporó con un intenso sonido de evaporación, debido al terrible enfado que le produjo a la fruta mi descortés mención de su olor personal. A nadie le gusta que le apunten que se difuminó el poder encubridor de su desodorante, en este caso de manzana y naranja y así sucesivamente.

El caso es que, de repente, nos encontramos sentados en una tapicería horrible que concentraba a su alrededor todo un salón femenino de belleza para mujeres. Aun así quedó pregnado en el aire (que decidió quedarse) el tenue perfume de las frutas —causante de la discordia—, en forma de una leve lluvia que prendó en las alfombras marcando surcos amarillos y rosados, tal que limones exprimidos incrustados en carne de sandía despepitada, cruzándose mientras recelosamente afeaban la ya de por sí horrenda peluquería. Afortunadamente Azucena y yo somos de aquellos que tienen párpados y sólo con cerrarlos pudimos dejar de ver aquel lugar inefable.

Seguimos hablando en una obscuridad absoluta, imaginándonos en otra parte; por otra parte, es lo que solemos hacer casi todo el tiempo. Ya te imaginas el tema de conversación: de todo, de nada y de algo.

—Joder —casi declamó ella— ¡qué fuerte, tío!, mira que llamarme hoy, sin un interés preciso…

Después se limitó a repetir la frase anterior. Yo estaba intrigado, creí suponer que aún le quedaban cinco, lo que hace un total de siete frases completas y coherentes. ¿Qué me dices de eso? Motivos no te faltan para empezar a rascarte ese diminuto lugar de tu frente que te rascas cuando no te faltan motivos. ¡Estimulante!

—En realidad —mientras hablaba yo iba desplegando el tablero de juego que andaba tanteando— , en realidad te quiero, Azucena. No puedo evitarlo, he intentado lavarme el corazón con jabón, asesinar de una vez al maldito estudiante del quinto, beber agua hasta agotar el grifo; he intentado todo esto y más y lo he conseguido, pero aparte de distraerme un rato no ha servido de nada, no he podido llegar a impedir que mi corazón siga impertérrito deseando irse a vivir con el tuyo a Algete, Tres Cantos o Leganés. En ningún momento ha hablado de nosotros, así que quizá quiera escaparse mientras duermo y secuestrar tu corazón y no volver jamás. No sé qué haría sin él, le conozco desde pequeñito, así que intentaré acompañarle vaya donde vaya.
—Joder —respondió, aunque no me valía, puesto que sólo era un apócope de la frase anterior.
—Es cierto. Te juro que no me gustas especialmente, lo digo con la mejor de las intenciones. Pero ahora mismo siento cómo se agita este infame ante la cercanía de su homónimo.
—Es… ¡terrible! —justo cuando ella terminó de decir esto me encontré fumando ese ubicuo cigarro que se excita tanto cuando soy feliz, porque ya tenía en mi mente tres de las siete frases de aquella alma que estaba examinando microscópicamente.
—¿Qué podemos hacer al respecto? —tenté con una frase pisoteada y llena de huellas, porque la sorpresa me cortó el aliento vital de la imaginación— ¡Dime! ¿Qué?
—Bien… —¡anuncio irrevocable de la cuarta frase del almanaque de sus frases personales!
—Sigue, por favor.
—Es… ¡Vaya cosas que se te ocurren!, ¡mira que invitarme a pasear sin más, porque sí y sin motivo!

Debí habérmelo imaginado, la muy taimada no podía sino empezar a conjugar sus frases descubiertas; es, como debes saber ya por lo dicho, algo puritana, y no quería dármelo todo el primer día. Yo ardía de rabia hasta tal punto que la tapicería, que se había escondido, con nosotros encima, en un rincón —abandonando su lugar central para darnos intimidad—, empezó a gritar hasta que llamó la atención de un bombero que pasaba curiosamente por allí, y que nos apuntó con su manguera de paisano para atemorizar mi fuego y mi rabia. Le di las gracias en sobre lacrado, por si acaso, y me enfrasqué de nuevo en el juego, ahora tranquilo.

—Todo esto carece de interpretación plausible —sentencié—.
—Bien… ¡sin motivo!

A mí me empezó a parecer que estos puzles que ella practicaba no eran más que desmembramientos de muertos para construir grandes y horrendos Frankenstein, impresión que aún hoy no consigo explicarme.

2.

No es mi objetivo darte celos, aunque te esté escribiendo precisamente para eso. En definitiva quiero decirte que estaba harto del salón de belleza, así que ofendí su buen gusto alborotando mi lustrosa barba recién afeitada, que llevaba por casualidad en un bolsillo. Otra vez el sonido de evaporación, producido por la evaporación acuosa de las esencias y el alcohol y los secadores y las peluqueras y, en fin, de todo eso que bochornosamente siempre se encuentra en un detestable salón de belleza del intoxicado tipo de aquel.

De nuevo de repente nos encontramos en otro sitio, al final de una barra larguísima y achatada por los polos o por los pelos —lo siento, lamento no ser exacto, pero sufro de un lapsus terminológico justo en este momento que ya ha pasado— vestidos de payeses, debido a que nuestras ropas inexplicablemente también se ofendieron y se disolvieron en sólidos rayos beta que atravesaron el suelo y, consecuentemente, desaparecieron en él. El que las ropas fueran filogenéticamente payesas es un hecho que guarda la misma relación con lo inextricable que su cabreo con lo inexplicable.

La barra larga y achatada pertenecía a un bar minúsculo y coquetón que veía reducidas sus dimensiones por el factor gente, que se apretujaba dulce y cuidadosa sobre sí misma, confiriendo una sensación de paz y sosiego a las personas que la formaban. Como no tenía ganas de darme detalles me quedo con las ganas de ofrecértelos a ti ahora, entonces, después.

Yo sentía, y aún lo siento cuando siento algo identificable con lo de entonces, que andaba descuidado y en baja forma, por lo que empecé a saltar a la comba, lo que no sorprendió a nadie porque nadie aún no había llegado. Le pedí cortésmente a Azucena que me hablase de lo que quisiera, con el fin lúdico de conversar, y ella me respondió con una sonrisa a bocajarro que no me esperaba, por lo que empecé a conjeturar que era sorda. Con la sonrisa aún coleteando en mis tímpanos me fui al baño, que afortunadamente estaba donde debía y no me obligó a irlo buscando. Dentro hallé una taza de váter color blando que me tendía su boca inmensa, cumplidora. No pude menos que no despreciarla con mis mojigaterías, aunque yo había ido al baño únicamente por si encontraba a alguien, que ya me estaba haciendo falta. Mientras rociaba su garganta con un extraño fluido que me nacía abruptamente de dentro —nervioso y caliente como un potrillo juguetón dispuesto a comerse el cielo, de aperitivo, antes de la hierba dietéticamente ubicua para los equinos en cuestión, es decir, para aquellos que no comen otra cosa— recordé que alguien siempre llega con nadie y juntos se alegran la tarde convirtiéndose en alguno, que nunca se entera por donde vienen los tiros que no vienen.

Agradecí a aquel complaciente váter su dedicación y profesionalidad mediante conexión telefónica directa, que además de evitar indeseables confianzas es más barato que el transporte aerotransportado terrestre. Salí de aquel estupendo lugar abriendo la puerta para después cerrarla educadamente, siempre detrás de mí. Soy extremadamente vulgar en estos casos, pero no conozco otra forma de salir de los bellos lugares sin ventanas y cerrados por una puerta.

3.

Como la posibilidad del diálogo se me parecía inopinadamente imposible, tras pedirle que abonase la cuenta pulsé a Azucena en el justo lugar, donde radica su botón de apagado y vuelta a casa con piloto automático, y observé cómo sus nalgas la conducían fuera marcando un paso marcial. Buena cosa eso de las nalgas prietas en mujeres como aquella, buena cosa que sean dos y perfectamente amoldadas a su continente del pantalón. Cuando aquel, tan querido para mí, culo traspasó el vano adintelado de la puerta, imaginé que el resto del cuerpo lo habría seguido y, por tanto, pude sacar sin temores un paquete de tabaco del bolsillo interior de mis calcetines. Pedí una cerveza a una cara vagamente conocida que las servía incondicionalmente, y en ese preciso momento comprendí dos cosas: que tendría que pagar mi tercio y que la cara pertenecía casualmente y por contrato de seis meses, renovables, a la frutera amable de los cafés. Lo primero me resulto espeluznante, lo segundo algo mejor.

—Hola —me dijo—, usted me suena.
—Es algo más que probable, nos vimos hace tan solo un par de momentos y establecimientos.
—¡Ah!, ya recuerdo. Usted es el joven acompañante de aquel nombre desleído pero delicioso por su letra.
—Ciertamente —estaba empezando a interesarme, y era trabajoso y cansado hacerlo— , y usted la frutera.
—Temí que no se acordara de mí, somos tantas en el gremio… Le noto esforzado y enrojecido, ¿no estará, por casualidad, empezando usted a interesarse?
—Lo lamento, me avergüenzo de ello, pero así es.
—¿No estará eso de algún modo relacionado con mi persona?
—Más bien, de momento, sólo con su cuerpo.
—¡Estupendo!, es la primera vez que me sucede.
—En realidad, eso es fascinantemente consecuente con el estado de la fijación de interés en los humanos varones de la sociedad actual.
—¡Dígamelo a mí!
—No a otra si no a usted le hablo.
—¿Podría tutearme? ¿Podría darme un cigarro? —y en sus ojos ciertos brillos relataban un cuento de brujos y hombres saltando alrededor de una fogata, lo que me enterneció hasta tal punto que no pude evitar descruzar la pierna derecha de la izquierda para cruzar esta última sobre la primera.
—Intentaré ambas cosas —dije.

Y lo del tuteo fue sencillo, mientras que lo del cigarro se vio complicado por el miedo de éste a irse con una desconocida que mostraba sinceras ganas de fumárselo. Al final conseguí convencer a sus hermanos de que no correría ningún peligro y se lo tendí a la ahora preciosa camarera; para no perdernos, recordaré que anteriormente era una frutera vieja, gorda y sensacionalmente fea.

Ella encajonó el cigarro en el almacén, especializado en objetos cilíndricos y alargados, que tenemos los humanos entre la oreja y el cráneo, con un gesto descuidado que por serlo tiró al suelo ocho botellas de vodka y treinta y siete paquetes de hielo.

—Deberías tener cuidado con tus gestos —le recomendé— no parecen muy atentos.
—Lo sé, me tienen harta, pero una vez me dijeron que mis gestos descuidados eran los que más contribuían a mi belleza. Y por ello en este asunto estoy atada de pies y manos y con una manzana en la boca.
—Hermosa manzana.
—Dificultza el fabla.
—No se nota nada.
—Si cambizamzos de azunto se notzará menoz.

Estaba empezando a interesarme por su aparentemente inagotable repertorio de frases, lo cual produjo en mi rostro una serie de contracciones y erupciones cutáneas múltiples que no pudieron menos que ser observadas.

—Creo que tu interés —me sonrió hablando entre sonrisas— aumenta, muta o se permuta.
—Así es, estoy desolado. Me temo que empieza abarcar todo el conjunto de tu persona.
—Bueno, si te desola, hablemos de otra cosa.
—Restringimos demasiados temas, tus gestos despistados y mi interés patente.
—Es igual, no nos conocemos de nada. Ahora mismo disponemos, en potencia, de una serie infinita de buenos motivos de conversación.
—Tienes razón.

Sus ojos me miraban desde debajo de las cejas, parapetados en ellas y jugando a lanzarme oboes fuertemente lascivos. Ojos violáceos como el color violeta que, grandes y ovalados, mostraban unas pestañas decorativas largas y rizadas que sólo podían significar que ella también tenía párpados. Agradable. Justo entre los dos ojos nacía una nariz pequeña, en horizontal y hacia abajo, que moría en dos agujeritos como dos leves pinchazos de alfiler en un corcho blanco. Un poco más arriba, sobre sus cejas, partía hacia el nacimiento de su pelo una frente despejada y lo suficientemente amplia como para permitir grandes pensamientos, frente que se fruncía bellamente cada vez que ella vocalizaba la “o” y la “s”, y lo hacía formando surcos rectos y simétricos que no se metían a invadir el terreno de ningún otro, por lo que la paz en aquel trozo de su hermoso cuerpo estaba asegurada. Su pelo gris ceniza o plata —poca luz existía en el bar en aquel momento como para que yo pudiera matizar precisamente— se descolgaba cabeza abajo por su cuello, y más tarde se deslizaba en su tórax en tranquilas ondulaciones sin pretensiones que se dejaban llevar con indiferencia por la suave corriente del aire acondicionado presente, que acondicionaba afectadamente el local para un gran resfriado que se suponía podía sobrevenirnos ya en cualquier momento. Las ondulaciones se transformaban en circunvalaciones a la altura de sus senos, y fue allí mismo donde pude encontrar sus pechos perfectamente dispuestos en posición erguida y rematados por sus puntas o pezones. La ropa que llevaba dejaba al descubierto su ombligo, que ostensiblemente demostraba su frío vibrando sucintamente el baile de los siete velos y vaciando constantemente combinados de Cointreaux con Licor 43 en un vano intento de entrar en calor. A los lados de este borracho agujerito encontré dos curvas praxitelianas que eran puentes uniendo el minimalismo de su cintura con la rotundidad de sus caderas. De ahí hacia abajo me sorprendió no encontrar más que una barra de madera, aunque luego, al verla fuera, comprendí que también tenía piernas, y ella me dijo le era más cómodo dejarlas en un armario cuando trabajaba para no mancharse las medias. El resto de los detalles ya los iré exponiendo.

—¿Qué sucedió con la dama del bonito nombre? —me preguntó, perfectamente consciente del reconocimiento exhaustivo al que acababa de ser sometida.
—Oh, poca cosa, provocó mi más fuerte desinterés. Supongo que son cosas que simplemente suceden.
—Posiblemente.
—Pero no hablemos de ella, estando tu presente.
—¿Por qué?
—Es de mal gusto.
—Ciertamente.

Cambié de conversación rápido, lo que produjo un musical chasquido en mi aparato fonador que la dejó embelesada, me lo confirmó más tarde. Como es difícil hacer brotar un tema interesante sin llevar las fichas encima, me decanté por preguntar por ella a ella misma.

—¿Qué tal la hostelería?
—No del todo mal, no puedo quejarme. El sueldo es miserable y la jornada devastadora, pero tengo un lugar donde tomar refrescos gratis y conocer gente nueva constantemente.
—¿Y la respuesta de verdad? —le pregunte capciosamente.
—Una mierda. Es una mierda. Lamento la respuesta anterior, a veces no puedo evitar que la costumbre me lleve a decir cosas que, en mi cabeza, constituyen el lado oscuro y poderoso de la fuerza bruta.
—Comprensible, estás perdonada.
—¿Tú de qué trabajas?
—El caso es que llevo años intentándolo, pero nunca he conseguido quedarme más de una semana en ningún trabajo. Me da mucha rabia, pero me es imposible. A los dos días de empezar, a mas tardar, empiezo a acumular en ingentes cantidades una sensación de estupidez que me ata a la cama. Y así ya me dirás quien puede ir a trabajar. Me despiden por absentismo laboral cuando, en realidad, yo no tengo culpa alguna. Deberían juzgar esa sensación, previa extirpación, y condenarla a trabajos forzados.
—¿Te ata con cuerdas? Podrías injertarte cuchillas en las muñecas.
—Lo intenté, pero entonces cambió a las esposas.
—Supongo que no podrás integrar en tu sistema orgánico un soplete, además de que podrías chamuscarte algún miembro importante…
—Oh, no, ese está más abajo, bastante más…
—Sí, lo siento. De todos modos, es algo preocupante.
—Coincido contigo en eso, me tiene absorbido.
—¿Otra cerveza?
—Motivos económicos me lo impiden.
—No lo creo posible.
—De acuerdo entonces.

Lentamente fue arrastrando su tocón de madera hacia la izquierda, hacia la cámara donde acicalaban mi cerveza. A mi alrededor la gente se había disuelto en personas que remoloneaban aburridas jugando al paddle de mesa. El suelo contenía ya una buena proporción de colillas y cáscaras de pipas, por lo que uno sólo podía andar con incómodos pasos sonoros. Saqué un cigarro y le prendí fuego, haciendo caso omiso de sus gritos, por la fuerza de la costumbre de la que antes ya habíamos hablado ella y yo. Mis pensamientos callaban, escondiéndose detrás de los nombres en mi cerebro para que yo no pudiera localizarlos. Menudo plan, y yo sin ganas de andar buscando.

La segunda calada fue tan intensa que dejó inconsciente al cigarro, por lo cual ya no pudieron irritarme sus irrisorios grititos de dolor atroz.

Ella estaba volviendo. Me temía lo peor. Apoyaba las manos en la barra y con un pequeño esfuerzo se arrastraba un poquito hacia delante, y volvía a empezar de nuevo. Llevaba mi cerveza entre los labios, y la chapa le hizo un minúsculo corte en las comisuras del cual manaban avisos tremebundos de peligro en siete idiomas, en forma de una delicada gotita de sangre roja que embelesaba y atraía hacia sí todos mis besos, y de entre ellos los mas tiernos, y de entre estos los más suaves, y de aquellos en especial los más perdidamente enamorados.

4.

Como la noche es noche y tiene sus exigencias, terminamos los dos en una cama inmensa, repleta de sábanas, donde nuestros cuerpos se entrelazaron jugando al mikado. Contentos por no estar solos, fumábamos y tomábamos café y disfrutábamos del bingo de miradas que, en estos casos, siempre toca. Salí a comprar algo de comer y en Cuenca encontré una barra de pan y una lata de atún de oferta. Como el regreso a Madrid fue largo pude ver llover en el tren cortos ríos rizados de agua, cristal abajo en la ventana. Más tarde dejó de llover y las gotas se fueron a sus casas, entristecidas.

El revisor llegó como siempre y me preguntó como siempre y se enfadó como siempre.

—Buenas noches. ¿Billetes, por favor?
—Sí, ya lo he pagado.
—Me alegro, eso agiliza enormemente los trámites, ¿podría comprobarlo?
—Efectivamente, pero que usted podría es un hecho que ambos conocemos ya de antemano, por lo que confirmarlo no añadiría nada nuevo a nuestro cuerpo de conocimientos.
—Tengo que estar de acuerdo con usted en su apreciación, pero, en un plano distinto, no puedo dejar de observar que se trata de mi trabajo.
—Correcto, así es.
—Entonces…
—¿Sí?
—¿Su billete?
—Estupendamente, gracias. En mi bolsillo.
—Quisiera verlo.
—Le entiendo.
—No creo. Su billete, por favor.
—Me niego.
—¿No lo tiene?
—Acabo de asegurarle que sí.
—Entonces…
—¿Sí?
—¿Podría enseñármelo?
—Oh, nada más fácil, sólo tendría que sacarlo del bolsillo.
—¿Y?
—Me niego.
—¡Oh, me está calentando las manos! Si de hecho lo tiene, ¿podría indicarme el porqué de su negativa a mostrármelo?
—Por supuesto, no puedo molestarlo porque está descansando.
—Me está tomando nada sutilmente el pelo, el papel no descansa jamás.
—Ah, así que usted es de esos.
—¿De quienes?
—De los que no reconocen a las cosas sus justos derechos…
—No siga.
—Entiendo que se sienta culpable.
—En absoluto, lo que sucede es que no quiero perder más tiempo. O me enseña el billete o le echo a la calle ahora mismo.
—Pero… ¡aún no he llegado a mi destino!
—Por eso mismo mi anuncio es una amenaza.
—Terrible.
—Sin duda.
—¿Qué quiere que le diga?
—Absolutamente nada, simplemente enséñeme el billete.
—Ya estamos…
—Ahora mismo.
—Le repito que está descansando…
—Y yo le insinúo que no me joda, hoy no tengo un buen día y usted me está enervando. El billete.
No me obligue a ser cruel…
—¿Con el papel? Le ruego que no le menosprecie, mi buen dinero me ha costado.
—De nada le servirá si no me lo enseña.
—Oh, qué insensible, me sirvió para comprarlo, para tenerlo a mi ladito…
—Me está cansando, le aseguro que esto va a terminar mal.
—En cualquier caso mal únicamente para mí, usted seguirá en el tren.
—¡El billete!
—Es inútil, esta es mi parada, de nada sirve ya que discutamos por un trozo de árbol machacado.
—¿Será posible? ¡El billete!
—¿Qué hará, echarme? ¿No acabo de decirle que aquí me bajo? Tranquilícese, hombre, le aseguro que los vagones están repletitos de billetitos como ese que usted anda buscando, así que sea bueno y vaya a divertirse encontrándolos.
—¡Alto! ¡Seguridad!

Pobre hombre, ya era tarde. Nada más bajar del tren corrí tanto que antes de llegar a casa tuve que desincrustarme los ojos del cerebro para no atemorizar a la linda camarera que, como recordarás, allí me esperaba.

5.

Ya estaba en el portal y me di cuenta de que algo era sumamente diferente, lo cual dejó de ser extraño cuando comprendí que era el de ella y rotundamente no el mío. Como no me había llevado sus llaves tuve que utilizar las mías y mi poder de convicción para abrir la cerradura, ante lo cual la puerta recapituló y me dejó libre el paso. Con la puerta del piso el orden fue más o menos el mismo.

Ella estaba despierta y vestida de María Antonieta. Llevaba una bandeja de coca-cola con vasos de coca-cola llenos de cerveza Día.

—Estarás cansado —me dijo con ojos tristes.
—Efectivamente, y tú hambrienta.
—Oh, no creas, me preparé algo de la nevera.
—Me dejas de piedra —y de hecho mis huesos se petrificaron visiblemente.
—Puedo verlo, es sorprendente.
—Sí, algo que escapa a la racionalidad en, al menos, tres de sus infinitas versiones.
—Siéntate, amor mío.

Y lo hice acompañado de un sonido de goznes petrificados. Me quité los zapatos, que se pusieron a pacer en la alfombra solazados y con gran parsimonia.

—Toma tu cerveza.
—¿Tienes algo para picar?
—Por supuesto, en realidad tengo de todo.
—Bueno, pues cualquier cosa.

Se fue a la cocina acompañada de un terrible fru-fru producido por su vestido. Yo dejé la bolsa con el pan y el atún encima de la mesa, encendiendo el televisor con una mano y rascándome la cabeza con la otra.

Me sentía imbécil por algo que jugaba a la guerra de guerrillas con mis neuronas. Apagué el televisor, me había equivocado y había puesto uno de esos canales en los que alguna emisora se complace en turbiar la relajante imagen nevada con sus estúpidas tonterías. Era ya casi de día, era ya casi otro día. Otra eternidad rampante, otro sueño atento y crudo exigiéndome luchar por cumplirlo.

Escuchaba el sonido del abrelatas al perforar la lata de la tapa de lata de la lata, del cristal de botes chocando entre sí o con la encimera, de los “pofs” de tapas de botes abriéndose y dejando escapar el vacío, que inmediatamente volaba libre a conocer la mezcla gaseosa de la atmósfera que, siempre y en cualquier sitio, le rechazaría. Si el maldito vacío supiera eso no saldría tan rápido, tendrían que ir allí a echarlo para poder meter sus cucharas. Movimientos peristálticos jugaban con mi disnea a desquiciarme y, atinadamente, ambos lo conseguían.

Me quité la cabeza y me miré de frente, como sólo puede hacerlo uno con uno mismo. Me desagradó lo que vi. Una barba recién nacida berreando, unos ojos casi recién desincrustados. Pelo graso pajizo y largo. Una boca amurallada de dientes amarillo-nicotinosos, por el café y la mala vida.

Tú ya sabes lo que sucedía, ¿verdad? Mis misterios en ti se desenturbian y lees en mi saliva como en un chiste sin palabras, a golpes de vista. Me da igual, aquí estoy, escribiendo, burlándote al hacerlo.

¿O no?

6.

Ella volvió y nos sentamos taciturnos en el sofá. Pasaron algunas horas y todo seguía igual, apenas nos habíamos movido. La comida lloraba intocada sobre la mesa.

—Tendrás que arreglarte —le dije— ¿a qué hora empiezas a trabajar?
—No te preocupes, pedí 730 días libres antes de salir ayer.

Al oír esto desaparecí 729 días de su casa y volví el 730 a las siete de la tarde. Ella estaba en la misma postura, casualmente, esperándome a medias y a medias únicamente depilándose.

—¿Qué tal? —me dijo.
—Bueno…
—¿Has descansado?
—Algo. No era fácil.
—Lo sé.
—¿Qué hacemos?
—Dímelo tú.
—No he traído respuestas.
—¿Vamos a la cama?
—Será lo mejor.

Y tú lo sabías, es decir, lo sabes. Tú ya sabías que su nevera estaba llena, que terminaríamos en la cama porque las palabras no hablan cuando no les da la gana. Sabías que aquella gotita de sangre me avisaría y, a la vez, me atraparía. Y por eso encierras mis bolígrafos. Es pequeño el dominio de los párpados. Aún más reducido es el de las frases. El de las respuestas es decididamente el más angosto.

Te preguntas qué hago escribiendo, cuando me lo tienes prohibido estrictamente. Por supuesto, no me puedes negar que también eso lo sabes.

7.

Al día siguiente comprobé que el sol salió sin retraso en su horario. Fui a la cocina a quemar pan y escaldar café para hacer un desayuno decente. Ella se levantó tras de mí y chocamos los labios, piel sutilísima sobre carne que roza piel sutilísima sobre carne. Se me viene a la cabeza hipóstasis, pero mi cráneo es duro y su ciudadela aguanta el asalto. Se me viene a la cabeza obliterarse, pero es demasiado sencillo elipsarlo.

Echamos el café en dos tazas y el pan en dos platos pequeños, extendimos mantequilla y mermelada sobre las tostadas, que agradecían el frío contacto en su costra abrasada. Las tostadas las comimos, el café lo bebimos. No sé cuántos cigarros se sacrificaron en aquella mañana. No sé cuántas miradas no encontraron otra enfrente en la que apoyarse.

A la hora de rigor me dirigí al baño para tomar una ducha, con la soledad encorvando mi espalda y el desayuno luchando a codazos por hacerse un hueco medianamente cómodo en mi estómago. Abrí el grifo, me quité el calzoncillo y metí la cabeza bajo la alcachofa metálica profesional en escupir el agua como se debe.

Salí fuera completamente raspado y dejé que ella me curase, era algo. La acompañé al trabajo y le di un sonoro beso que reverberó en los tejados, aún medio dormidos, con el sonido inquietante de algo delicado de vidrio que se hace cien mil pedazos y, una vez cuerpo roto, cosa rota, ser roto, relampaguea en el recuerdo como único efecto de su estúpido destrozo.

No hubiera estado de más si me hubieras avisado. Pese a todo, aquí lo escrito queda escrito. Y lo rubrico.

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