El día medio acabado, yo que sé. Estás ahí metido, en medio del bar, pidiéndo el tercer o el cuarto orujo después de la comida, sabiendo que todo va a terminar pronto. Lo que des de sí. Lo poco que te queda, que vas a aguantar. Nunca me ha gustado el tema del vino, los orujos, los cafés, demasiado ranciete. Demasiado de comercial de los setenta, los ochenta, los noventa, los dos mil, de hoy, llevando de putas a los clientes para firmar el contrato, demasiado de gente que no tiene ni puta idea de cómo vivir y se fascina con cualquier mierda que les transmita una leve brisilla de aventura. Sentirse vivo es una cuestión tremenda de perspectiva. Brutal de perspectiva. A mí también me pasa, el vino entra bien y va caldeando la cosa, la conversación, la comida de más, el humo del cigarro, el café, los orujos. Los orujos son psicotrópicos, pierdes la memoria, te dejas llevar, sales de tu cabeza. Te pierdes, puedes dejar de aguantarte un rato. Que ya puedes llevarte bien contigo mismo, pero… ¿a quién no le viene bien un descanso de cuando en cuando? Sales por la puerta con la sensación de que todo es posible, cuando lo único posible es que te vayas a casa, te tumbes en el sofá y te esnuques contra él. Y de ahí en adelante nada, dolor, tiempo perdido. Claro que a veces pasan cosas. Claro que a veces te pillan más dispuesto a afrontarlas debido precisamente a esos dos, tres sorbitos de alcóhol herbolado, claro que es posible que todo cambie en algún momento porque, y esto sí que es verdad, cuando te sientes en el centro de lo que sucede estás en el centro de lo que sucede. Y de ahí lo demás, la superposición, el levantarse, crecer, pelear a la contra, superar la adversidad, todo ese tipo de mensajes de autoayuda que se repiten una y otra vez rebotando contra nuestros oídos con la persistencia del soplo que sopla y… bueno, eso es todo. A eso se limita. No te falta nada que te vayan a aportar esos 20 mililitros, y todo lo que te aportan te lo estás engañando tú mismo. Pero funciona, qué estupidez. Incluso cuando has reconocido al lobo bajo la piel del cordero, cuando sabes qué es lo que está sucediendo, sigue funcionando bien engrasado, correcto. Es como si el panadero pensara que las barras las trae un ángel cada mañana en un cestito, de madrugada, mientras amasa. Es algo así de precario, de inconsistente, de temerario. Sí, temerario. Es delirante permitir ese control sobre uno mismo. Sí, otro, claro. Nunca es demasiado, capullo.