Comiendo con mis padres (la calma), tocando con Jara (la conexión), viendo una peli con él y con Cristina (la calma bendita), volviendo a casa en bici, de noche (el aire en la cara y el olor a tierra mojada).
Tocando con Fer (jara) siempre tengo la sensación de que conectamos en la guitarra. Ahí nos es mucho más fácil que en cualquier otra parte, simplemente hablamos el mismo lenguaje, aunque en dialectos particulares y personales.
Eso relaja. Relaja mucho.
No es importante nada en absoluto, el tiempo deviene y los días se suceden en ellos mismos, a su modo. La incongruencia, el dolor, el llanto sucede cuando les violentamos con nuestras pretensiones difusas. Confusas, al menos. Si te limitas a vivir, a ir viviendo lo que sucede, el resultado es la calma, la tranquilidad…
La tranquilidad de (ya lo dije) la leve terapia del vivir.
Vivir es sencillo, aunque parezca lo contrario. Sólo hay que dejarse llevar por lo que va sucediendo, mecerse en ello, no resistirse… Hay pocas idioteces tan macabras como pedir respuestas a la nada. Llegados ya a un punto insolvente, no hay mayor desastre que posicionarse de forma errónea.
Y sin embargo, de otro modo, la misma vida abre las puertas. Qué cosas.
Dejar de remolonear, que no importa… dejar de percibir las horas como engaño, los minutos como carencia de ser… lo que es evidentemente absurdo, porque si sentimos la carencia de ser, si podemos sentirla, es precisamente porque somos. En la bici el contacto con el suelo, con el aire y con la noche es sobrecogedor. Se hacen patentes y me estremezco. Son tan reales que es difícil preguntarse nada. Es más, es impensable.
Es absurdo.
El aire en la cara y en las cuestas cada vez un desarrollo más largo, otro más largo aún… para que se note el esfuerzo, las piernas se desentumezcan.
¿Y después qué? (oigo dentro de mi cabeza opaca). Nada, la cama, el sueño, desaparecer algunas horas, entroncar con lo que no somos cuando dormimos, ¿y después qué…? Calla, tonto, calla y duerme…