Trajiste las piernas
pese a que, al menos cien veces,
te había reconvenido en contra. Las
palmeras, las hojas, la primavera
contra tu cara pegada de sudor tierno y seco.
Dos veces cien habíamos entrado
al mismo sitio, siempre el mismo.
«Es que (pausa) aquí (pausa) las tazas son más bonitas».
Yo suspiraba, porque no entendía nada
de nada de nada, como en un suplicio
desorientado enfilando hacia el centro
de tu alma, borrosa y estancada
en días iguales
—que no podían ser más que
iguales—,
porque no teníamos dinero para ninguna otra cosa.
«El dinero no importa», me decías.
Y yo te miraba como si estuvieras tonta,
o pensando que lo estabas, o sintiendo que ya
te había dejado atrás, me había ido
hacia delante y tu te habías quedado buscando algo,
entretenida con no sé qué cosa
y yo
sin darme tampoco cuenta
estaba lejos en el siguiente ciclo de la autopista.
Las tazas eran jodidamente bonitas.
Pero eso no pude comprenderlo hasta mucho más tarde.
Cuando la mejor y la única forma de estar contigo y
abrazarte y sentirte cerca ya era mirar
una fotografía digital, escondida en carpetas
dentro de carpetas, como una mancha o
una vergüenza,
una fotografía de uno de tantos de aquellos días
en la que tú sonreías
con una de aquellas tazas estúpidas en la mano,
estúpidas y bonitas,
y yo, ya entonces al otro lado de la cámara,
detrás de la realidad que es lo que captura la
fotografía,
seguramente bostezaba o me aburría o te odiaba
o estaba buscando la manera
de escaparme a dar una vuelta.