Las estupideces se amotinan y toman el barco. No es una revuelta sencilla, porque son superiores en número en todo caso. Voy camino de la cafetería y una señora de la limpieza le dice a otra «¿qué tal?», a lo que esta responde «enferma de soledad»; que cosa tan terrible en una frase tan hermosa. El mundo saluda cuando tú sólo intentas sacudirte los costrones de realidad, feos e infectados, que se te van adosando a los costados, bajo las axilas, entre los ojos. Y todo sigue y hay una pared en el bulevar que bien podría ser un frontón si no fuera por la carretera en la que siempre parece que alguien te conoce, porque los coches simulan dar las largas cuando saltan los badenes del control de velocidad del ayuntamiento. Upps, saltan y simulan darte las largas, en una especie de guiño castrado, escaso y de coña.
El mundo está lleno de bares, ahí fuera, pero no este mes. Al menos no para mí. Mi daño se llevó el amplificador y tuve que comprarme otro. No puedo estar sin música, antes la muerte. Se llevó la mesa del salón, pero me hice otra con un archivador y una señal de prohibido, ambas las robé de los grandes almacenes de las aceras en un momento dado que ahora no quiero recordar. No quiero recordarlo ni de lejos, ni por casualidad, ni haciéndome el tonto un rato. En realidad, ya lo dije una vez, no importan las cosas si se ha esfumado el sentido de las cosas. O, en una nueva vuelta de tuerca, si se ha esfumado el sentido que solían tener las cosas y uno quiere buscar sentidos nuevos en realidades a estrenar. Eso compone, regularmente, una vida sucia, reacia y achatada por los polos. El achatamiento obliga a la vida a cambiar de eje de cuando en cuando, cuestión de geometría.
Y las estupideces dan su lección magistral cuando un gordo cabrón sobre una bicicleta rueda libre a cincuenta y cinco kilómetros por hora, indiferente al cúmulo de circunstancias que son perfectamente capaces de aliarse en contra de la estabilidad de su equilibrio. Y la calle se agota y no viene nadie y el ceda el paso no existe, y al tumbarse en la curva observa las piedras del asfalto pasando rápidas bajo su increíblemente precario sistema… y los coches esperan, deslumbrados ante la imagen de un ballenato haciendo funambulismo sobre cuatro hierros y un par de tiras de goma… y al acabar la curva se levanta y sigue, como si tal cosa, mientras un camión de reparto de frutas aparcado en doble fila abre la puerta corredera lateral y un tipo saca una caja de manzanas para colocarla en una carretilla, y se le cae… y todo se alía porque, de frente, un coche se acerca a toda velocidad, impidiendo el esquive a la izquierda…
Así pues, con una gota perlada de sudor sobre la frente, el ballenato prepara el movimiento. Se levanta y pega un breve impulso hacia abajo para, un segundo después, subir, subir, subir… y levantar una rueda que pasa sin tocar la caja, y la segunda que ni tan siquiera la roza… Y, en la perspectiva del repartidor, sobre la caja de manzanas pasa una sombra gorda montada en cuatro hierros y un par de tiras de goma, una sombra gorda que amenaza con doblar de una vez y para siempre los radios de las ruedas cuando la realidad se acuerda de la ley de la gravedad de los cuerpos. El momento, a cámara lenta, no tiene desperdicio. Veo la boca abierta del repartidor y la sombra gorda a su lado, subiendo, grácil en su inmensidad.
Je, je.
Así que, cuando esa mirada de bicha me encuentra, como técnica perfectamente calculada para llenarme de liendres el deseo, no me acuerdo de sonreír como es debido o, de otro modo, de corresponder. La realidad fluctúa entre lo estúpido y lo importante, porque la realidad tiene dos caras, dos estados naturales. El presente abotarga los sentidos, me aleja del aluvión de sangre y adrenalina que sólo en los momentos enormes sublima la rutina de los días. Esa mirada de bicha, perfectamente milimetrada para llenarme de escozores el deseo, me deja indiferente en este caso, hoy por hoy. Tengo una somera perspectiva de una realidad basada en la extensión natural del kombate a todo ámbito. Si quieres unas cervezas y morir en la calle, kombatiendo, me parece perfecto. Pero no habrá cine ni palomitas ni ligeras sonrisas ni pequeñas caricias. No las habrá porque, aunque las estupideces se amotinen de cuando en cuando, sólo cuando la resaca pega duro en las rocas se hace espuma.