y estaba buena, realmente buena, así que no me importaba nada más. Tampoco tenía fuerzas ni ganas de afrontar nada más, me limitaba a mirarla de cuando en cuando cuando no tenía nada mejor que hacer, porque al mismo tiempo sucedían centenares de cosas maravillosas. Caían servilletas al suelo, por ejemplo. Había un niño cabrón que lidiaba entre la cara de disgusto de su madre y la risa a medio camuflar de su padre, y se dedicaba a saquear el servilletero y tirar las hojas al aire, que planeaban con su propia cadencia y ritmo una a una, cada una un universo entero.
Entre una y otra yo la miraba.
Algunos pájaros volaban pidiendo migas, por ejemplo o también recuerdo —coge la que más te convenza pero una de las dos, elige tu propia disyuntiva—, y esos sí que parecían saber volar bien y controlarlo bastante. El aire tiene sus cosas, pero de algún modo a tipos como las servilletas y los pájaros les sostiene en él mismo. Con ganchos, ganchitos, cuerdas diminutas como liliputienses de Gulliver colgando de… ¿dónde?, ¿de las nubes es demasiado bobo? Yo pensé en las nubes. No había otra cosa en ese momento ahí arriba.
Qué tontería, pensé, y volví a mirarla. Había abierto el bolso, sacado un cigarro y lo había encendido. Boca de cenicero, me llegó de alguna neurona particularmente atenta del cerebro. Boca de cenicero, boca de cenicero, comenzaron a repetir las demás como niños pequeños saltarines y tontines. Boca hermosa de cenicero. Boca pintada de rojo de cenicero. Ella estaría pensando también en algo, todo el mundo lo hace. Nadie puede evitar hacerlo casi todo el tiempo. Qué tontería. Hay gente que se concentra, se funde con algo, y deja de pensar para intuir. Ese estado de gracia es el que busco todos y cada uno de los segundos de mi vida.
En la ducha, bajo el chorro caliente que me cae por la espalda mientras busco el jabón y me froto. Podría decir el alma, pero el alma no se frota. No con las manos. En el coche, después de un rato, cuando no pienso y la atención y la concentracíon es máxima. En un libro. En un juego.
La conciencia y el pensamiento son un subproducto de la autoconciencia, que no es más que ser consciente de los demás de modo que puedas aventajarles: la empatía. Pero no iba a por eso, eso lleva a no entender. Iba a que el pensamiento consciente es una mancha de aceite que se extiende y se come todo el tiempo, se hace omnipresente mientras los humanos sólo queremos deshacernos un rato de nosotros mismos. Dejar de pensar en todo y por todo.
(Sentir el sol en la cara sentado en la hierba con las manos detrás de ti apoyadas en dedos entrando en la tierra mientras una leve brisa mueve el pelo y tú estás con los ojos cerrados notando el calor en la piel y una especie de anaranjado sordo en los párpados, ¿de verdad quieres pensar ahí en algo?).
Al niño se le acabaron las servilletas y lanzó el servilletero, y el padre gritó saltando a la pata coja y la madre rió, le había pegado en el empeine. Después de reír con el padre ahora reía contra el padre, pegado a la madre. No entiende de lealtades. Sólo de la risa. Centrar la atención.
Me giré y no vi pájaros, ya no quedaban servilletas excepto en el suelo como… bueno, como servilletas en el suelo, ¿cómo qué otra cosa si no?, ¿hojas de otoño? Qué cursilada, y qué poco exacto.
Giré hacia ella y ya no estaba. Había dejado la colilla manchada de carmín en el suelo, tirada también. ¿Sería una señal, una señal de algo? No lo sabré. El momento había pasado. Este tipo de cosas existen así, sin más, como si no importaran demasiado pero tampoco quisieran hacer otra cosa.
(Cuántas preguntas, ¿por qué las ojeras, por qué cansada, por qué rojo?).