Cuando nos despertamos el aire era gélido.
El suelo era una realidad de diamante bajo las patas de la cama.
Nuestra ropa conformaba una amalgama agitada pero no mezclada.
Tú (y yo sin saber qué tú eres ya) volvías de la otra parte, del tiempo del sueño.
Con la sorpresa en tu cara.
Yo sonrío, para hacer todo más ligero, y me ofrezco a hacer café. A hacer cualquier cosa, si va a servir de algo. Es duro volver. Es duro dejar de ser anoche para volver a ser hoy. Es complicado saber por qué la transformación de anoche. Es duro entender algo, la verdad.
Nadie quería esto. Al menos nadie lo quiere hoy. Anoche fue diferente. Nos sentíamos solos, desamparados, perdidos, pequeños. Venían muy bien unos brazos en los que perderse. Venía muy bien un hombro en el que llorar, un cuerpo al que abrazar. Venía bien sentirse parte de algo, por una vez. Venía bien dejar de percibir el diamante angular del suelo. Venía bien estar completo por un rato, estar borracho un par de horas, estar feliz y desacompasado algunos preciosos minutos de conexión.
Ahora me miras como si no hubieras querido mirarme nunca. Es lo normal.
Olvidemos la guitarra, la cerveza y los besos, las risas y tus manos. Vamos a doblarlo todo bien, por las señales de la plancha, vamos a meterlo todo en el fondo de un cajón. Vamos a seguir con nuestras vidas, vamos a seguir en nosotros mismos. Vamos a ver cuánto aguantamos, cuándo será necesario sacar de nuevo la guitarra, la cerveza, los besos, las risas y tus manos.
Te duchas, tomas un café, me acercas un tenue beso de despedida, abres la puerta y te elipsas.