«Lo raro es seguir vivos…» Eso me decías mientras encendías un cigarro. Habíamos estado toda la tarde peleando, sacándonos los ojos, escarbando en nuestros ombligos, retorciéndonos dedos, brazos, piernas, torsos… y me decías que lo raro es seguir vivos. Me acerqué a la cocina a por un cenicero, en tu mano tenías un zippo de otro tiempo y un paquete inverosimil de chester.
Te pregunté por él. Tú detestas el Chesterfield.
– ¿Y eso?
– Me debo ir haciendo imbécil con el tiempo, supongo.
Y no fue una mala respuesta, al menos no inexacta del todo. Recuerdo cómo corrí a por la bodega más cercana, rezando para que estuviera abierta mientras yo atravesaba el umbral de la puerta. «Joder, si no está abierta, ahora mismo estoy atravesando los cristales». La mujer anciana tras el mostrador en una ciudad pequeña me miró como si yo fuera a anunciar fuego, o inundaciones, o algún terremoto inesperado. Su cara cambió al alivio cuando lo único que hice fue pedir cuatro litros de cerveza y unas cortezas light. Supongo que yo tenía cara de gran e inminente desastre, pero ella comprendió rápido que con su bodega no iba el tema. Respiró. Me invitó a un litro extra, incluso.
Volví jadeando a donde tu ingeniabas mi ruina y abrí un litro con alegría y un abridor.
Ajamos el tiempo, que para eso está, y nos dormimos dentro. Para cuando el amanecer decidió pasar por las sábanas revueltas tú y yo ya no éramos más que dos fotografías en un mueble castellano, en el hogar de un matrimonio con tres hijos, dos perros y años de menos.
Allí seguimos, nos veo todas las mañanas cuando salgo al trabajo, al abrirte educadamente la puerta.