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cosas de cosas

No sé y nunca sabré probablemente qué es una fiesta hawaiana pero aún asi estaba invitado a una. Llegamos con un atonte general oliendo a colonia y a las flores del collar que todos llevábamos puesto. Nos metimos en el portal, uno de esos viejos con filtro de ciudad dormitorio que parecen sacados de una realidad paralela ambientada en las fotos de los álbumes de familia en las que somos nosotros pero extraños y como otros. Como un poco otros porque no nos acordamos de nosotros mismos haciendo nada de eso. Así que subimos las escaleras con el flip-flap orquestado de las sandalias y los escalones, tropezándonos a ratos por la falta de costumbre, mirándonos medio expectantes medio emocionados porque oficialmente esta iba a ser la primera fiesta de la primavera, y habíamos decidido que marcaría el ritmo del resto de la temporada.

Una decisión como cualquier otra, pero que compondría el resto de nuestras vidas.

No, no lo haría, pero es de ese tipo de frases que quedan bien y generan atención mientras andas contando una historia. Llamamos a la puerta con los nudillos, como con respeto, y esperamos a que nos abrieran. Y lo hizo una tipa en bikini con lo que parecía un mojito en la mano y un cigarro en la otra, apoyada en el borde del marco. “Hola, chicos, veo que traéis la entrada, pasad”. Y nos metimos hasta el fondo en el salón, los demás para echar algo en un vaso y yo para tomarme mi remedio para el dolor de mente incipiente: una pequeñita rodaja de limón rodeada de tónica y ginebra. En un vaso. Del tipo que sea. Y el ambiente no estaba mal, nos dispersamos por la fiesta saludando e intentando conocer gente, porque nunca nos ha gustado encerrarnos en nosotros mismos o porque, a esas alturas, ya no nos soportábamos demasiado. Quizá ambas cosas, que por separado ya son razón suficiente. Música hawaiana. Supongo. Guitarras con slide y ritmos cadenciosos, lentos, de chillout remoto. Podían vendernos lo que quisieran, al fin y al cabo no habíamos estado jamás allí. Música infinita de ritmos de olas rompiendo en playas largas de arena blanca como la espuma del mar que seguramente no veríamos nunca.

Me quedé enganchado cerca de una chica llena de pendientes y tatuajes que decía que era estilista. Ese tipo de palabras siempre me ha gustado, me suena a pugilista, a remoto y peligroso. Y bien que me la podía imaginar pegando puñetazos o, mejor aún, tortas con la palma abierta. Decía que era estilista y que trabajaba en un centro de belleza. Anarquista, maternal, lista. En un centro de belleza. Qué cosa más bella. Las cejas perfectamente depiladas que se ensanchan según se van acercando a la nariz, lo que le da un cierto aire de halcón. Los labios sutilmente pintados de rojo intenso. Bikini, pareo, sandalias y un colgante con una piedra azul al cuello, con un cordón de cuero que se desliza quedo sobre sus clavículas, dejándose llevar por las formas y la gravedad. Habla de las diferentes texturas del cabello y de como, en algunos casos, es imposible hacer nada para estilizarlo. Y estilizarlo cae entre sus labios como un anacronismo. Todos estamos llenos de la fraseología que nos vemos obligados a utilizar en el trabajo, y todos hacemos el ridículo constantemente con ella. Porque son palabras aprendidas, que no nos pegan. Que no nos casan en absoluto. Son palabras que la mayor parte de las veces no son más que eufemismos de otras cosas que no resultan agradables al oído. Afeites, maquillajes, perfumes. Sobreactuaciones. Me obligo a dejar el tema, porque me conozco, y le sonrío y le digo que yo no sé qué hacer con mi pelo. Ella me dice que mi pelo está bien, lo toca y añade que tiene mucha fuerza, y que seguramente vería resultados estupendos si utilizase el peine más a menudo.

Y yo sigo sonriendo, como un idiota varado en el fin del mundo esperando que alguien venga a rescatarlo. Pronto.

Al rato me largo porque se ha enfrascado en una conversación con un masajista en la que yo sólo puedo salir perdiendo, y no está el tiempo para esfuerzos vanos. La mirada de Dios es imponente, pero el resto es un poco más llevable. Me acerco a por más limón natural convenientemente aderezado a la mesa del comedor, que han habilitado como barra improvisada, y allí arranco de nuevo conversación de las paredes y me quedo un rato charlando de Pearl Jam con una diva de la mediocridad, un caso agudo de estar a punto de sobresalir en algo sin hacerlo en nada. Casi todo. Pero nada al fin y al cabo. Me agrada, no obstante, encontrar a alguien con quien hablar de uno de mis grupos de música favorito, e incluso tarareamos algo de “Even flow” un ratico a dos voces. Me doy una vuelta buscando el baño, espero a que terminen el polvo y entro a mear, recogiendo el condón del suelo, envolviéndolo en papel higiénico y dejándolo en el lavabo. Menudo regalo. Meo dentro, sin gotas apreciables, tiro de la cadena y salgo.

Salgo a un mundo agotado.

Un mundo que ya no existe.

Supongo que ya no somos como antes.

Quedamos sólo unos pocos, en el salón, sentados en el sofá. Todavía no sabemos qué es lo que ha pasado. Algo nos ha reventado vivos. Algo ha acabado con todas las criaturas del pantano.

Un mundo que ha mutado y se ha vaciado.

La tipa del bikini y el mojito saca una guitarra de lo que supongo que es su cuarto. La toco un rato. Nos animamos. Sí, sí. No, no. Vamos cantando. Ya nos hemos vaciado, todo es bienvenido. No quedan ni siquiera los míos.

¿Sabes esa de Celtas Cortos, la del 20 de abril?

Por supuesto.

Y la cantamos. Intento quedarme todo lo posible. Intento quedarme por debajo de sus bragas. Es fácil que ocurra, viendo lo demás. Es fácil que suceda, así que canto con ganas. Al final sólo quedamos cuatro. Ella. Yo. Una pareja.

En la pareja ella es su compañera de piso.

Canto con más ganas. Reviento la guitarra como si me fuera la vida en ello, porque me va. Tiene un precioso pelo largo que cubre sus hombros y me anima a cantar. Canto. Me destrozo en ello. La pareja se va a su habitación.

Quedamos ella y yo. Mirándonos. Me gustaría abrazarla, así que lo hago. Se siente sola. Yo, en cierto modo, también.

Y como nos hemos quedado solos, seguimos abrazándonos. Mucho tiempo. Después del rato. Es la fiesta de la primavera, una fiesta hawaiana. No sé qué es eso. No puedo saber qué es eso, nunca he estado allí.

Frotamos las narices y me dice “no me importaría que me abrazaras esta noche”. Eso dice mucho más de lo que simplemente dice. Le respondo que no me importaría abrazarla esta noche. Nos vamos al cuarto.

Se desnuda sin ideas. Tímida. Yo miro hacia otro lado y me desnudo sin hacer ruído. Entiendo que su lado de la cama es el derecho. Volvemos a abrazarnos. Hace mucho tiempo que todo ha perdido el sentido, pero eso ella no lo sabe. O no lo sabía hasta ahora.

Así que dice: “no me importaría que, simplemente, nos quedáramos abrazados”.

Le respondo que a mí tampoco. Cuando me despierto, muy aún de madrugada, tengo un beso en la mejilla y una nota que dice:

Tengo que dejarte o no voy a llegar, me gusta cuando duermes y odio madrugar,
no tienes por qué sentirte mal, te echaré de menos hoy.

Hay ruinas con las que empatizo naturalmente. Hay ruinas que son mi propia ruina. Todos nos sentimos mejor. Eso es mucho más que bastante.

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