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pens

Ando aprendiendo a dibujar con la tableta

Hoy, en medio de una gripe como ya no recordaba, me ha dado por limpiar el cuarto. Odio limpiar.

De cero. Todo fuera. Todo limpio. Todo dentro.

Hace años una tipa con la que pasé algunos fines de semana, sin que ninguno de ambos pretendiera que aquello fuera a ser algo para lejos, me preguntaba:

¿Cómo es que siempre tomas las peores decisiones en el peor momento?

Aún no sé responder a eso.

La idea era limpiar del mismo modo toda la casa, entre escalofríos y sudores. Sacarlo fuera. Toda la mierda fuera. Tirar todo lo posible, quedarme con lo básico. Darle a la gramola de la catarsis hasta que se arruine iberdrola.

He conseguido sacar todo del cuarto, limpiarlo y volver a colocar lo importante. Sin embargo, pilas y montañas de otras cosas que no sé por qué pero tengo se amontonan por el baño, la cocina y el salón.

No es que odie limpiar, es que es mucho más que eso. Me deprime. Me rompe. Me desintegra. Ahora mismo, sudado y delante de una pantalla que brilla tanto sin el filtro habitual de mierda que tengo que pestañear cada dos segundos, me pregunto cómo terminará esto.

Porque en mi casa siempre tengo zulos, no importa en cuál esté. Si me mudo, los traslado. Zulos llenos de cosas que no puedo tirar porque dolería demasiado y que, al mismo tiempo, no puedo mirar porque duele demasiado. Limpiar a fondo es enfrentarse a esos zulos. Fotografías, poemas, cartas que atesoro tan abajo y tan escondido como puedo para no tener que darme cuenta de que fueron mi vida. Me alegro de que lo hayan sido, por supuesto, pero eso no quiere decir que me guste pasar la tarde con ellos.

Limpiar es mirar cara a cara a eso y ver cómo me habla cada uno de ellos. Es una putada. Es una traición de frente, sensata. Yo soy todo eso y me gusta saberlo, pero no tanto. Podría tirarlo, acabar con ello. Pero no puedo. Tan sencillo y tan jodido como eso. Siempre que inicio una limpieza a fondo me lo prometo, pero nunca lo hago. Jamás puedo. He sido tan feliz como cualquiera, y soy más feliz que muchos. Pero tengo eso. Eso está siempre ahí.

Me he puesto al Rulo en Spotify mientras ajustaba las tenazas y tensaba el potro, no sé dónde había oído hablar de ellos (El rulo y la contrabanda). Canciones sin pena ni gloria, tópico tras tópico de amor/desamor y la gloriosa/melancólica vida del rock&roll de carretera.

Canciones cualquiera.

Escondo algunos zulos debajo de la cama, como si fueran el coco. En tuppers enormes higienizados de plástico, como si pudieran contener su veneno de forma aséptica. En realidad es una decisión que tomé hace mucho tiempo porque dentro del tupper no entra el polvo, no tengo que abrirlos para mirar dentro. Sólo tengo que sacarlos, limpiarles el polvo, replantearme una puta vez más por qué no acabo con ellos y dejarlos de nuevo en su sitio. Hasta la próxima.

El rulo cantaba lugares comunes mientras tanto y yo estaba bastante cabreado. Pero no podía cambiarlo, al fin y al cabo tópico conocido no hace daño. Canciones que ya han cantado otros antes y que seguirán cantando mientras un cierto caduco romanticismo inherente a la música no desaparezca de una vez por todas. No me importa el romanticismo, pero con el tiempo he ido cambiando el gusto y ahora me atrae más el que es un poco más realista.

De verdad, no entiendo ya qué belleza se le puede sacar a una habitación llena de litros vacíos y ceniceros llenos. Entiendo la vida que hay ahí y me gusta mantenerla cerca, pero no la belleza. No significa nada. Es un lugar común. Un agujero en el que entrar a coger fuerzas.

Y después salir, echando ostias. Sin mirar atrás. Sin darle más importancia de la que tiene.

No es que no me gusten los poemas, es que es muy fácil escribir un poema con cuatro kits básicos. Son como anuncios publicitarios para atraer a un Mordor romántico a gente que no sabe lo que tiene en la cabeza, pero Mordor en sí… es otra cosa.

Mordor es un lugar extraño. Yo no sé los demás, pero yo no compongo ni escribo porque el sol ha salido y la guitarra se me ha insinuado mientras el aroma de tus bragas aún revolotea en la habitación. Escribo porque la vida es siempre una huída hacia delante porque no tiene el más mínimo sentido en sentido estricto. La vida es un seguir viviendo y atravesar penas y alegrías que valen lo que valen cuando valen algo. Porque como nada tiene sentido todo termina marchitándose tarde o temprano. Escribes para eso, compones para eso. Todo lo demás es pura basura.

Para intentar apresar eso que es ahora mismo y que sabes que ya se te está escapando de los dedos mientras se te va escapando. El concierto del sábado fue brutal, y me sentí dentro de la cabeza y el cuerpo entero de nano y del chino mientras la gente se volcaba, hacía silencio cuando pedía silencio y alargaba los espacios entre canción y canción aplaudiendo como locos. Eso es todo lo que sé. ¿Creéis en el nirvana? Yo no, pero eso existió en esa sala, esa locura colectiva o orgía de grupo (como lo llama Zentuario). Ese momento de comunión en el ritmo que retumba y sale y entra de todas las cabezas.

Algo grande. Algo enorme. Algo inconmensurable.

Al día siguiente era domingo y algunos comerían con sus familias otros irían a hacer la compra otros tenían limpieza algunos fueron a lavar el coche y otros hicieron la colada o algo igual de insensato, estúpido y vacío. Y todo ya había pasado y se había convertido en nada. En humo. Eso me pone triste. Me entristece de un modo tal que no sé muy bien qué hacer con ello. Pero como no sirvo para lamentaciones intento apresarlo. Y por supuesto no lo consigo. Pero ese intento será canción en otro concierto en el que de nuevo las cabezas se fundan y todo sea maravilloso. Y al día siguiente de nuevo la carne, el ajo, el pan y el pescado. Cosas de ese estilo que son tan importantes sólo porque son lo que… no sé realmente por qué lo son. No puedo engañar.

Y así andamos.

De agujero en agujero. De sueño en sueño. De yo qué sé en yo qué sé y eso es lo único que merece ser cantado y rememorado. Me la pela el rock&roll y, si he de ser sincero del todo, el aroma de tus bragas sin duda. Sólo sé que hay momentos en los que la vida vale oro puro y que son efímeros, y que intento fotografiarlos para poder, en un futuro,

meterlos bajo mi cama en un tupper de plástico donde no molesten mientras no puedo deshacerme de ellos.

Hacerlos eternos, aunque no pueda soportar su eternidad mientras tanto.

Y soy mucho más que consciente,

mucho más que consciente,

de que el problema no son ellos, el problema es el resto.

Dijeron que nos íbamos a matar a base de alcohol, pero eso no sucedió nunca, y lo que nos mató al final fue todo lo demás.

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