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cocinar

Llego a casa alrededor de las once. Me pongo unos pantalones y una camiseta de kombate y me meto en la cocina. Bueno, es tan pequeña que quizá la cocina se mete en mí, para solventar imposibilidades físicas. Corto cebolla, pimiento rojo, pimiento verde y pico ajo. Coloco la sartén en el fuego, cuando está caliente (eso se oye) echo un chorillo de aceite, un par de cucharitas de café, a lo sumo.

Espero. Pongo el oído alerta. Oigo. Y entonces saco del fuego eléctrico la sartén y echo con cuidado el ajo desde la tabla, clavada a la pared con un par de bisagras de escritorio. Entonces miro, busco el color que quiero en los pequeños trocitos de ajo, hasta que lo encuentro. Retiro de nuevo la sartén y meto dentro la cebolla y los pimientos. Lo doro un poco, bajo el fuego y lo tapo todo con un artilugio de Ikea, para que vayan intimando y rezumando jugos íntimos. Enciendo el otro fuego y pongo en él una olla pequeña llena de agua hasta un poco más allá de la mitad. Añado un chorrito de aceite, un diente de ajo pelado, unas hojas de laurel y una pizca de sal. Espero a que hierva escribiendo un rato, sirviéndome una copa, de nuevo con el oído alerta. Cuando percibo el zumbar del agua vuelvo, añado cuarto de pasta, remuevo un poco y lo tapo. Busco con la vista el color del macarrón que me indica que todo está listo, muerdo uno, con cierta desgana (no me gusta probar la comida mientras la hago, no tengo ni idea de por qué), la segunda opinión es igualmente afirmativa. Escurro los macarrones, busco el laurel y el diente de ajo y los tiro a la basura.

Vuelvo a poner la sartén al fuego, añado tomate frito y un buen tiento de orégano. Dejo que todo se una un rato, a fuego lento, mientras limpio la sartén, los cuchillos y la tabla. Echo de nuevo la pasta en la olla y el contenido de la sartén sobre ella. Huelo. Miro. Oigo. He terminado.

No tengo hambre. Pero me encanta cocinar.

__________________

Una de las personas a las que más admiro (y no digo más por no terminar utilizando el superlativo, sin más) es mi padre. No es por nada especial, en principio. No me gustaría ser como él, en ningún caso, ni llevar la vida que él ha llevado. No estoy de acuerdo con la mayoría de sus planteamientos, ni políticos ni vitales en general.

Sé que de joven hizo boxeo, y recuerdo cómo de pequeño me gustaba sentarme en el suelo a mirar cómo el leía, tumbado en el sofá, boca arriba, sosteniendo el libro con un brazo derecho enorme, intratable, sencillamente alucinante. Él leía tumbado y no se daba cuenta de cómo le miraba, o fingía no verme. También le veía así, en la misma postura, tumbado en la cama de matrimonio, el mismo brazo de popeye el marino. Yo siempre distinguí (mi cruz a lo largo de toda mi vida) entre malotes y lectores, y el brazo me parecía malote hasta el extremo, pero con él sostenía un libro. Yo ahí debía tener tres años (mi único recuerdo de la infancia que no ha sido extraído, a posteriori, de los álbumes de la puerta de abajo del mueble del salón). Cuando llegué a prescolar me leí las cinco cartillas en un tiempo record, y me tuve que llevar libros de casa para terminar el curso. Nunca he dejado de leer, he tenido bajones, pero jamás lo he dejado completamente.

Y sé que es por esa imagen, por la del brazo de mi padre sosteniendo un libro.

Pero no es por eso por lo que le admiro, por lo que es, quizá, la persona que más admiro. No. Equivocado o no, mi padre siempre tuvo valores a modo de genes (modifican el mundo exterior pero jamás se ven alterados por él en lo más mínimo). Fue con sus valores a todas partes. No le salió demasiado bien, quizá ni siquiera ahora le esté saliendo demasiado bien. Pero siempre fue un hombre íntegro (y no quiero decir con ello que no hiciera burradas, más bien al contrario, pero siempre dentro de esos valores, incluso las juergas estaban dentro).

Cuando quedé finalista en un premio de relatos por primera vez, me editaron en un librillo. Coincidió con sus bodas de plata. Le escribí una dedicatoria en la primera página diciéndole todo lo que siento, cuánto le admiro. No se lo pude dar. Hay barreras que son muy jodidas de traspasar. Hay bloqueos que no se rompen tan fácilmente como me gustaría. Todavía tengo el libro, y la dedicatoria, en la estantería. No pierdo la esperanza. Algún día se lo daré.

Cuando me fui a vivir a Canarias durante un tiempo (tendría yo veinte años escasos) me regaló un lotus. Estábamos solos en casa. Me lo dió y me dijo: para que no puedas evitar acordarte de mí, cabrón. Me partió en dos, o en cien mil pedazos. Me inventé una cita, le dije que había quedado, que me tenía que ir. Era mentira, estuve dando vueltas a la manzana de al lado hasta que imaginé que habrían vuelto todos a casa. No podía enfrentarme con aquel abrazo, el que le tenía que haber dado después de recibir el reloj, aquella frase manida y lapidaria (que se cargaba de sentido porque era él quien la decía, no por otra cosa). No, porque en ese segundo hubiera llorado todo el cariño que no di durante todos mis primeros veinte años a esa figura que, para mí, era tan importante. No hubiera estado bien llorar. No sé si él lo hubiera entendido. Yo siempre fui un llorón. Él no.

Cuando discutió con mi madre y él cogió la puerta yo ya tenía la mochila preparada. Tomamos un café en el estudiante. No recuerdo de qué hablamos. Pero yo era el tipo de dieciséis años más feliz del mundo. Eso sí que lo recuerdo. Sólo quería estar con él. Con alguien tan entero. Con alguien con esos valores, como genes, que modifican el mundo al completo sin que el mundo pueda tocarles ni un pelo.

1 comentario

  1. Algún día podrás hablar con él, algún día. Aunque quizás la barrera que te separa de poder darle ese abrazo que tanto deseas es que lo ves como a un muro, como a alguien impertérrito. Quizás lo sigues viendo aún como cuando tenías tres años y te impresionaba ese enorme brazo de Popeye.

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