Estábamos tirando el talento
en rutinas frías que no lo requerían.
La misma historia desde que el tiempo es tiempo y eso,
el pan, la carne, el ajo y el pescado.
Mantenernos vivos nos estaba costando
demasiado.
Tenías la cara vacía.
Yo te miraba y tenías
la
cara
vacía.
No había nada en tus ojos.
Recuerdo otros tiempos, ahí
suele estar siempre el pecado.
Recordar demasiado, según el caso,
puede ser un suicidio tan profundo
como para reventar algo.
Nos habían convertido en todo lo que odiábamos
y no parecíamos estar haciendo nada al respecto.
Y decían
“busca un trabajo” y “se productivo” y
“tienes que hacer lo que te toca”
y un millón de mentiras más con las que nos
ganaban por la mano.
No podíamos responder a eso. Ya no.
Y algunos, incluso, nos lo creíamos.
Nos lo creímos un rato.
Como si el mundo fuera a ser un mejor
mundo por coger cuatro o cinco llamadas de teléfono más.
Como si el mundo sin coches y sin edificios
no pudiera cantar, dibujar, escribir esto.
Como si el sentido del ser humano,
que danza y baila de aquí para allá
curioso,
siempre mirando y preguntando algo,
estuviera en un nuevo pollo envasado
que sabe de maravilla
y prácticamente no mancha la cocina
al prepararlo.
Lo peor, lo que me preocupa más y más tiempo,
es que parece que han ganado. Que
nos han convencido de que somos las bagatelas
que nos compramos.
Como si un ordenador nuevo fuera a hacer mi nueva novela.
O un coche nuevo llevarme lejos sin que yo lo conduzca.
Lo peor, lo peor de todo,
es que hoy por hoy van ganando.
Mientras, nosotros, atontados,
nos hacemos los regalos que producimos a precio de saldo
y recompramos con nuestra propia vida,
nos encontramos en Reyes y nos damos
los unos a los otros
esas mismas cosas
que nos están asesinando.
Sin aparentemente darnos cuenta
saltamos
cuando nos dan la voz de mando.
Hop. Hop. Hop.
Vuelta al trabajo.