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presente

«Necesita llevar a cuestas el sufrimiento de los judíos y la vergüenza de la nación germánica. En cuanto a ti, necesitas percibir gracias a su cuerpo que todavía estás vivo en este instante.
Ella dice que en este instante no siente nada.»

Gao Xingjian. El libro de un hombre solo.

«Hasta los vicios y los crímenes morales conllevan muchas veces algunos rasgos de lo sublime o de lo bello. Por lo menos así aparecen a nuestro sentimiento sensible, sin ser examinados por la razón.»

Immanuel Kant. Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y lo sublime.

«A quien no haya experimentado esa vivencia, la de tener que mirar y al mismo tiempo desear ir más allá, le resultará difícil imaginarse cuán nítidos y claros subsisten juntos y son sentidos juntos esos dos procesos en la consideración del mito trágico: mientras que los espectadores verdaderamente estéticos me confirmarán que, entre los efectos peculiares de la tragedia, el más notable es esa coexistencia.»

Friedrich Nietzsche. El nacimiento de la tragedia.

Cuando llego a casa todo está en perfecto orden, esto es, en un desorden personal y esmerado. No hay ni un solo vaso limpio, y el resultado es una cocina perfecta, hermosa, bella. El armario y los cajones han vomitado y toda la ropa está esparcida por mi inmenso dormitorio, como soldados aniquilados caídos en posturas imposibles durante una batalla inventada. Abro una lata de medio de mahou clásica (unos niños con más barba y ganas que yo compraban cinco estrellas, cayendo con ello en una de las más tremebundas blasfemias), y empiezo a buscar el móvil.

Hace tres días que no lo enciendo. Simplemente no me apetece. Loli diría que estoy temiendo una llamada, y por eso no lo enciendo. No tengo ni idea de esa gran cosmogonía mía y no-mía que está empezando a surgir de forma independiente y de un modo patente en mi cabeza. Pongo a sober en el reproductor. Una cosmogonía extraña, ya digo, fruto de una sensibilidad centrada, que es fruto, tardío e inopinado, de un posicionamiento (pasado ya) excentrado, en el cuadro (modelo T) de lo importante. Curioso.

De un sorbo trago a sober y la lata de medio. Enciendo un cigarro. El ordenador va bien, el teclado es dócil y responde férreamente a mis suaves órdenes.

Es curioso, no recuerdo cuándo empecé a escribir sin mirar el teclado. Es muy curioso, porque esa forma de escribir determina, decididamente, lo que escribo. Escribir tan rápido hace que uno no se detenga a considerar lo que sale, sino que, simplemente, uno se sienta y vomita rápido, muy rápido (claro, de otro modo no podría hablar de vomitar, o de diarrea), mirando la pantalla, como si hiciera falta (aunque me parece extraño, llega un momento en el que, sin mirar, uno sabe incluso cuándo se ha equivocado al teclear).

El caso es que encuentro, al fin, el móvil, debajo de unos pantalones que están debajo de una camiseta debajo de unos calcetines. Es curioso, jamás hay calzoncillos por el suelo. Van directos al cesto del baño. Costumbres no discutidas ni discutibles. Enciendo el cacharro después de enchufarlo al cargador y me largo al baño, sin esperar a que encuentre la cobertura y empiecen a llegar los mensajes de llamadas perdidas, los mensajes que no encontraron la luz al otro lado para derramarse en palabras en una pantalla.

Sober, en cualquier caso, tapa los pitidos de alerta. Ya en el baño decido poner incienso en el salón. Lo hago sin mirar a la mesa, donde el móvil se carga a sus anchas. Vuelvo al baño y me siento en la taza.

Me pregunto qué personalidad depravada puso el agua ahí, para tapar lo que no se puede tapar, ese «inoportuno rastro de tierra» que nombraba Goethe, y los perfumes que (tanto en los retretes como en los entierros (las flores)) intentan tapar la realidad de lo que sucede allí, pero fracasan. Se mezclan con el hedor (que no es tal hedor, es simplemente olor de lo que acontece realmente), el incienso que llega desde el salón se mezcla con mi propio e inconfundible olor, y la resultante es una tangente rara, mixta, nueva. Nunca desvirtuada, la mezcla nunca lo es. Aunque apabullantemente lo crea así un amplio porcentaje (aún) de la humanidad.

La casa se pregna de olor, de olor a mierda e incienso, de olor a cosas pudriéndose en los cubos de basura (uno en cada compartimento de la casa), de olor a mi colonia favorita (decía ayer mari ángeles: «no sé cómo lo haces, pero siempre hueles bien, siempre hueles tan bien…»), de olor a lactovit (abierto) y johnson, a café mucho menos que recién hecho, a mahou clásica. Se pregna de olor.

Mi colonia favorita no es una colonia especial. Pero se combina de forma afortunada con mi propio hedor-olor personal. Leve, pero presente y tajante. El resultado es una mezcla afortunada que me hace oler bien. Curioso.

Cae lo que tiene que caer en el agua. Una vez inmerso en ella, no huele. O huele menos. Después, al tirar de la cadena, desaparece. ¿Dónde va? No creo que le importe a nadie realmente. Eso dice mucho al respecto, al respecto de todo. Si a nadie le importa dónde va es que a nadie le importa su mierda. Nos quedamos con el olor del desodorante, con la limpieza de lo limpio (y lo vulgar, en cuanto compartido), pero a nadie le preocupa dónde va lo que ya no quiere, lo que prefiere mantener lejos.

Sobre eso hay mucho que decir, me temo. Hay casos más que evidentes, como la mierda en sí, o la peste (hedor-olor) de las axilas después de hacer el cabra con la bici o con una raqueta o un balón.

Pero supongamos que hay rastros, rasgos de la personalidad que tienen el carácter inoportuno de la mierda, que preferimos mantener lejos. Decía no hace mucho que negarse a contar algo a los demás presupone negar ese algo ante el tribunal terrible de uno mismo. Esa es la mierda del carácter, aquello que nos negamos (y, por supuesto, negamos contestando con silencio ante los demás: no contamos lo que no existe). Intentamos tapar el hedor de lo que sucede realmente.

Intentamos tapar el hedor de lo que sucede realmente en nuestra cabeza.

Negamos el fracaso no contándolo, o disfrazándolo de logro (si podemos).
Es un mal principio.

La mierda produce vértigo.

(Y, si sigues la bitácora habitualmente, intenta explicar eso en dos palabras, mierda por un lado y vértigo por el otro).

…………………

Con la mezcla olfativa me he puesto a escribir, en un teclado dócil, sin necesidad de mirar lo que hacen mis manos, sin necesidad de mirar la pantalla, mirando realmente a un punto inoperante entre los dos volúmenes del diccionario de la RAE. Enciendo un cigarro oportuno.

¿Qué es lo que saco de todo esto? De acuerdo, la mierda produce vértigos, ¿y?

Cuando venía caminando me he encontrado con dEMASIÉ y hemos hablado un rato breve. Le he comentado que ayer venía de Madrid a las tres de la mañana y estaba todo cerrado. Después, en la rotonda, me he encontrado con uno de los colombianos del miércoles de feria. Me preguntó si volví por allí a tocar. Le dije que sí, que el viernes. Sonreía mucho. Dejo buen recuerdo. Abraso de algún modo que no llego a comprender, pero que me persigue a lo largo de las relaciones (Nuria, another ex, me dejó después de un fin de semana en Navacerrada con un grupo de niños (entre 8 y 14), después de que me hiciera amigo de los monitores, de los críos y de la gente del pueblo, no soportaba tanta presencia (es decir, no soportaba tan poca presencia en su caso particular, es solemnemente revelador sobre alguien como ella, después fue ella quien dejó a la rubia y mucho antes ella quiso volver y yo no quise y decidí estar un año sin relaciones y… uff).

Dejo buen recuerdo.

Cuando uno empieza a tener muchos encuentros así es que está abusando del Kombate. Es algo que aprendí hace mucho tiempo. Abusar del kombate no sólo significa que te estás pasando, chaval, que dejas buen recuerdo, que vayas donde vayas siempre encontrarás a alguien, que siempre habrá una fiesta disponible en cualquier parte. Esa es la parte positiva, pero tiene una negativa, recuerdo:

«No aprecias a la primera a aquellos que conoces, y eso es precisamente por tu facilidad para conocer gente. Cuando tienes esa facilidad, tienen que tocarte mucho la fibra para que quieras repertir».

Es decir, la cantidad hace despreciar la calidad, supongo. No quiero entretejer una suma confusa de relaciones superficiales basadas en la juerga, a la que estoy tan dispuesto precisamente porque estoy muerto (no tengo nada que perder, yo ya estoy muerto, serán los muertos quienes enseñen a vivir a los vivos).

Sober sigue sonando y el tiempo se agota. Después de la tercera lata de medio de mahou no puedo seguir aquí. Ahí fuera hay un mundo entero que llama, que golpea en mi puerta, que llama al teléfono (encendido la luz encuentra una pantalla en la que derramarse, un pequeño altavoz en el que sonar y hacerse tangible, audible, comprensible). He comprendido algo, algo crucial, acaso, he comprendido algo que no me va a ayudar a seguir viviendo, porque entender no es necesariamente sinónimo de vivir feliz, no es una relación biunívoca, no lo es de ningún modo, sino más bien una relación inversamente proporcional,

cuanto más comprendes menos sabes vivir feliz.

Es una palanca, un columpio de niños en el que si uno esta arriba sabe a ciencia cierta que el amigo está abajo, abajo… y cuando ves al amigo encima de ti sabes que tú estás abajo, abajo…

Y en la ebriedad encuentro la desconexión, cada cual a lo suyo. En la ebriedad, la catarsis del carnaval, la euforia del inocente, el camino del salvado, la tierra del silencio patente y presente, inmediatamente presente (y no erremos, por Dios, inmediato no es sino carente de mediadores en el proceso, lo inmediato es lo que nos llega directamente, sin interventores ni intervinientes, lo inmediatamente presente es aquello que es sin servidores, lo que ES, en suma).

Le decía a Loli que sobrio me aburro. Y me equivocaba. Simplemente es que sobrio no estoy.

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