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religare

«Estamos condenados, en efecto, a tropezar con aquello de lo que huimos».

«Todo el mundo tiene una herida por la que supura un «lo que no», que ningún «lo que sí», por extraordinario que sea, logra suturar.»

Juan José Millás. Dos mujeres en Praga.

Quién me iba a decir a mí que iba a terminar disfrutando (sin ironías ni puyas) de alguna novela de J.J. Millás. Quién. Pues sí, con intención de reírme a pleno pulmón compré «Dos mujeres en Praga». Y todo gira, y de algún modo va encajando, y tengo la sensación de que no voy a ser capaz de escribirlo de forma clara, aunque en algún lugar de mí mismo todo es prístino y diáfano, sencillo. Pero aún es pronto, el corazón comprende mucho antes que el cerebro, lo he dicho en algunos post, y el mío ha encajado algo que mi cabeza tardará meses en percibir siquiera.

Anoche soñé, es un lugar para empezar como cualquier otro. Yo tenía una conversación con Lorelay, y le comentaba que sentíamos lo mismo, que todo era una cuestión de terminología, a lo que yo llamo amor, ella lo llama inercia. Pero es lo mismo. ¿Y qué es? Pues no hay nada claro, mi niña, si lo miras tú es inercia, si lo miro yo es amor. Notaba como Lorelay iba encrespándose (en el sueño), porque siempre ha detestado, por principio indubitable, mis cuestiones terminológicas de turno.

Pero es así, no voy a meterme en disquisiciones más o menos filosóficas, pero siempre ha sido extremadamente importante la cuestión de los nombres. Lo único que quiero añadir a la polémica (aún en curso) es que siempre he pensado que nombrar presupone una forma de posesión de lo nombrado (me voy de madre…), pero esta no tiene por qué ser una posesión de lo nombrado en sí, sino más bien de la idea que tenemos de ello.

Entendemos en base a los nombres, dice mucho de uno la forma de nombrar las cosas (siempre ando dando vueltas sobre eso, si no mirad mi casa: «el palomar», «el cepo», «el zulo», «el economato»… y muchos otros). No es lo mismo llamar al baño «baño» que llamarlo «la alhambra», por ejemplo. No es lo mismo llamar a la cama elevada «cama» que llamarla «palomar».

Y, el meollo del asunto, es que los nombres que utilizamos modifican nuestra propia percepción del tema que se trate. El palomar es una cama elevada, pero el nombre me trae muchos recuerdos de cuando, en el pueblo, de crío, subía con mi abuela al palomar a ver a las palomas. Recuerdo lo raro y sugerente que era estar tan cerca de tanto bicho vivo, siendo de Madrid (en la capital hay palomas, pero no en Alcobendas), recuerdo tristemente el momento en el que mi abuela retorcía el cuello a algunos pichones. Todo eso está en mi cama, y al llamarla palomar la estoy convirtiendo en otra cosa que para nadie es. Sólo para mí, debido a mi forma de nombrarla. Adquiere profundidad, una infinidad de dimensiones relacionadas directamente con mis vivencias.

(Seré pesado…)

Es decir, que si yo llamo amor a esto (y decirlo así me parece una frivolidad de escándalo) será amor, y si Lorelay lo llama inercia, lo será. Claro, que en todos los casos el nombrador siempre opina, irremediablemente, que la razón le acompaña sin lugar a dudas. Y uno no entiende la tozudez del otro del mismo modo que el otro no entiende la de uno.

El nombrar es uno de los principales escaparates de paradojas, o, mejor aún, de desencuentros.

Y digo escaparate porque, como ya dije antes, el nombrar es posterior a la significación, y la retroalimenta, pero el significado (que constituye la paradoja o el desencuentro cuando se ponen en contacto dos cabezas) es anterior siempre (con matizaciones evidentes).

Uno encuentra algo que le molesta, y ya tiene el significado: molestia. Después nombra. El nombre refuerza la molestia (pienso, por ejemplo, en los compañeros de trabajo y en los motes que se les ponen, aunque es evidente que funciona con todo, desde el tabaco a la coca-cola a la ropa de moda). Exactamente igual con las cosas que nos agradan, aunque es menos frecuente, menos necesario. Así vamos construyéndonos una realidad a medida, a medida de nuestras necesidades. Así de torvo.

Eso encaja con la teoría del vértigo de milan kundera en la insoportable levedad del ser. En pocas palabras: hay cosas que no nos gustan, y no nos acercamos. Pero hay cosas que nos atraen irremisiblemente, pero coincide que son lugares donde no queremos entrar, y entonces sentimos vértigo. Para kundera el vértigo no es el miedo a la caída, sino la necesidad de caer, la atracción por la caída. Genial, algo nos atrae de forma brutal, pero no queremos acercarnos, aunque sentimos la necesidad de acercarnos. Entonces lo nombramos como algo terrible. Evidentemente la necesidad sigue ahí, pero por uno u otro motivo no lo hemos considerado interesante en nuestra propia realidad de constructos racionales aborígenes y autóctonos. La huímos, la huímos mucho, porque la consideramos deletérea y aún así nos atrae irremisiblemente. Ahí la frase de Millás:

«Estamos condenados, en efecto, a tropezar con aquello de lo que huimos».

Por supuesto que sí. Lo que no nos gusta no nos preocupa, confiamos en nosotros mismos perfectamente. Pero… ¿qué sucede con lo que nos llama? Pues que tenemos que huir de ello, no hay suficiente confianza en nuestra capacidad de saber evitar, simplemente, aquello que nos subyuga. Entonces huimos. Por eso tropezamos con aquello de lo que huimos, porque, en el fondo, lo estamos buscando. Lo ansiamos. Lo necesitamos.

Loli, en el curro, me decía más o menos: todo nos sucede porque queremos, sólo hay que saber ver por qué lo queremos. Si perdiste las llaves y no la cartera ni la cámara, estás intentando decirte algo. Escucha.

Hay que saber verlo porque la defensa de los nombres nos priva de las emociones, los instintos y, en suma, de todo lo «talámico» (de algún modo irónico no se puede escapar de los nombres). Y los nombres son un escudo al mismo tiempo. Lorelay, en cada uno de los casos en los que cayó por lo que yo deseo llamar amor, no pudo evitar sentirse mal al día siguiente, terriblemente mal. Le había vencido la inercia, lo que significa «inercia» en su óptica unipersonal.

Es perfectamente comprensible que ser vencido por la inercia es una mierda, mientras que ser vencido por el amor es, de algún modo y no en todos, precioso. Pero no sólo eso, el nombrar «inercia» retroalimenta la sensación de error puntual y, en un futuro próximo, evitable. Retomo frase de Lorelay que viene al pelo: “la voluntad lo es todo, si algo vence mi voluntad, es que no le estoy poniendo la suficiente”.

(Por quién queráis, que nadie piense que estoy jodido, no lo estoy, estoy intentando comprender muchas cosas, algunos piensan, yo tengo que escribirlo).

Y eso indica McCourt, en «Lo es»: «Mira el punto de vista de ella. No te está rechazando a ti, se está aceptando a sí misma».

No hay nada dicho. Todo se hace en base a nuestras palabras (que son el extremo funcional de nuestra óptica particular de ver el mundo). Lo juro. Se considera que algo está roto por algo, se le pone esa etiqueta. Lo importante no es saber eso, sino por qué se consideró eso. Qué molestaba en el asunto que convirtió el amor en un vértigo («inercia, inercia», decía ella el otro día mientras se levantaba después de haber estado sentada a horcajadas sobre mí, abrazándome). Es sumamente curioso. Algo molestaba en sí misma de tal modo que nombró, y todo fue de mal en peor. Yo no soy inocente, yo también nombré. Lo que sucede es que a mí me cuesta tener vértigos.

Caigo en todo. No tengo defensas conceptuales relevantes. Si algo me atrae, no tardo mucho en dejarme llevar por ello.

Caí a las doce horas, más o menos. Y ahí seguí mucho tiempo después, hasta hace bien poquito. No es que ya no esté ahí, estoy de un modo distinto. Disyunto, el tiempo es un maestro en el arte de indicar lo trivial, decía Ben Shapir, hay que matizar que también es un maestro en el arte de la erosión de lo que no es trivial. Permanece, pero afortunadamente más romo. O menos dañino.

Resumiendo: los nombres y las cosas, los vértigos y las cosas, la optica, en suma, y las cosas.

Manipulamos. Pero soy un romántico, lo reconozco. Reconozco que creo que existen factores que no controlamos, que los sentimientos tienen más fuerza que nosotros mismos. Si no son posibles (malditas palabras) sólo pueden existir de dos modos: como melancolía o como vértigo.

Pero una cosa es fundamental, un vértigo es una necesidad no cubierta. No puedo olvidar eso. Una necesidad no cubierta lo será toda la vida (dios mediante, en este caso erosión del tiempo mediante). Y creo que es mejor la melancolía, porque en ella la satisfacción de la necesidad (más frivolidades) no depende de uno. Y la satisfacción es lo único que calma la necesidad, sea esta del tipo que sea. Lo demás es auto-hipocresía.

En el caso de los vértigos sólo depende de uno tirarse. Eso es más difícil de llevar, a la larga.

Y aquí tengo que dejar esta medianía filosófica por hoy, porque lo demás aún está en camino. Vendrá. Sólo recordaré, de uno de los post anteriores: «Hay gente que no sabe que si niegas la verdad a los demás es precisamente porque te la estás negando a ti mismo, y eso se enquista y, al final, metástasis.»

………….

Y… ¿qué tiene eso que ver con que vinieran hoy de Nano y Rebeca, y con el buzón de tubo digestivo de mi abuela? Pues quién sabe. El tema es que llegué de casa de mis padres a las ocho y empecé la novela de Millas, que me retrancó de tal modo en sí misma que, a las diez, cuando Nano llamó a la puerta, me quedaban sólo dos páginas. Lo dejé estar, protestando, cómo no.

¿Y qué sentí cuando entraron Nano y Rebeca?

Pues es la cosa misma. La recosa. Empezó con ellos la enésima conversación trascendental (por decirlo de algún modo regio) de la semana. Me encanta esta casa, porque tiene en sí la capacidad de sacar a la gente de dentro de sí misma, de retorcer las defensas hasta que dejan de existir. No puedo transcribir la conversación (aunque da igual, dudo que a estas alturas alguien siga leyendo, si tú, seas quien seas, aún estás aquí, conmigo, tomando un vino blanco y fumando un cigarro, escuchando a Carlos Chaouen mientras me siento vivo: gracias), y no puedo porque no quiero. Y no quiero porque se perderían tantos matices que uno piensa seriamente en volverse ágrafo. Pero si dejo de escribir, dejo de pensar, y no me apetece mucho.

Lo que sé, y no lo podré negar nunca, es que tengo mucha suerte, si es que la suerte ha podido influir en algo. Tengo tanta suerte de tener a tanta gente cerca, terriblemente cerca, que me siento emocionado como una niña de dos años ante el último peluche de reyes. A riesgo de parecer imbécil, porque no me parece un riesgo ni medianamente coherente, reconoceré sin dudar que estoy lagrimeando, lagrimeando por todo, lagrimeando como sacrificio de partes de mí que terminan en un cleenex que termina en el cubo que termina en el vertedero que terminan terminan terminan los pedazos de mí que sacrifico incinerados en alguna parte y abonando algún campo que germina vida. Esa vida necesita el sacrificio de mis lágrimas mucho más que el sacrificio de todos los chuscos de pan que sobran al cabo del día.

Siempre sucede algo en esta casa. Las comuniones están aquí en el orden del día.

Y soy consciente, aunque no me dejo reconocerlo, soy terriblemente consciente de que la casa no tiene nada que ver. Soy yo.

Lo sé.

No lo comprendo, pero tampoco lo intento. Acabaría con algo si llegara a entenderlo.

Y soy consciente, aunque no me dejo reconocerlo, soy terriblemente consciente de que la casa no tiene nada que ver. Sois vosotros.

Hoy he recordado, en otro orden de cosas, que religión viene de religare. Volver a unir.

En ese sentido esta casa es una religión en sí misma.

Y todo lo demás gira. Y la gente tiene vértigos y melancolías, y, como decía hoy Millás, un «lo que no» intratable que no terminan de suturar ni una legión de «lo que sí». Es decir, recreaciones de lo que no ha sido, que tienen una presencia relativamente más alta que todo lo que sí ha sido. Pero afirmar que esto debe ser así siempre es cometer la falacia naturalista. Y para eso hay expertos muchos mejores que yo.

Sólo como estribillo, como un buen (a mi parecer) estribillo:
cuidado con los vértigos, son indicadores muy fiables de dónde estamos realmente, en contraposición al lugar donde nos decimos que estamos.

…………….

Y… ¿por qué hoy lloré al ver Bowling for Colombine, cuando lo he visto al menos media decena de veces? Pues porque ayer fui a las ventas. Ya estoy cansado, supongo que el ritmo de la narración se acelera, las cosas que quiero contar se agolpan en los dedos empujadas por el sueño, la más que evidente borrachera de emociones, vino blanco y vida. Ayer fui a las ventas como si estuviera viendo una película, o leyendo un libro, o sentado en la platea de una obra de teatro. Quiero decir que no era consciente de que aquello era real.

Después del primer susto, me di cuenta de que todo aquello era real, había un tipo jugándose la vida ahí enfrente. Lo que veía no era una representación, sino la realidad misma.

¿Qué sucede después de tener un susto con el coche, un susto terrible? Pues que te sientes vivo, vivo de verdad, eres consciente de lo que es estar vivo. Así me sentí cuando me di cuenta de lo que estaba sucediendo ahí abajo.

Así, hoy, al ver el documental, al escuchar las llamadas telefónicas, al sentir tanto miedo y ver las lágrimas como lágrimas y no como algo habitual en la televisión regular, me tuve que ir al baño de casa de mis padres para no montar el espectáculo en público familiar.

Dios, han conseguido idiotizarnos, y no ha sido a través de la ocultación, sino precisamente a través de la sobreexposición. Pero de repente algo te saca violentamente del letargo de insensibilidad del día a día, y te das cuenta, como en un crisol estúpido, de lo que estás viendo realmente.

Joder, cómo no llorar entonces.

Todo tiene siempre dos filos, al menos. La realidad suele tener estrictamente dos. La sensibilidad no se abre en un solo sentido, sino en los dos. Por eso la tarde-noche-madrugada con Nano y Rebeca ha sido tan viva.

Los receptores, eso ya lo dije en otro post, son los mismos, tanto para el dolor como para la alegría, porque en el fondo de lo que se habla es de la vida. Si te cierras a la vida no te afectan grandes destroces, pero tampoco puedes sentir grandes alegrías, alegrías inmensas.

En realidad, cuando te abres de verdad, no hay ni dolor ni placer, sólo vida. (Y me alegra que esta frase quede disimulada en este post largo, podrá pasar desapercibida). Esto es difícil de comprender. Muy difícil. Pero es fácil de sentir al abrirse. Forma parte de la misma inmensidad intensa que desaparece en el letargo de la normalidad, cuando la inocencia desaparece. Cuando, por el propio instinto de supervivencia, acotamos la realidad para sentirnos seguros (no pienso explicar esto, no soy capaz), desterramos la sorpresa de nuestras vidas.

Y no hay dos momentos iguales, si lo pensamos bien la sorpresa es omnipresente. Hay recursos para que esto no nos desestabilice, pero tienen sus costes.

Y el buzón de tubo digestivo de mi abuela, sonriendo y soltando frases como una niña de tres años, en los devaneos del alzheimer severo. Como una niña, excepto por la boca, desdentada. Cuando se pierden los dientes cada labio se vuelve prensil. Y ella mueve los labios alardeando de habilidades propias. Riéndose de algo que le hace mucha gracia, tejiendo un calcetín imposible a ritmo lento y tranquilo, calcetín que mi madre, por la noche, deshace como una penélope servicial y eficiente de la regresión a la infancia de mi abuela, como una penélope contratada lo cuadra y deja tan solo dos líneas de puntos perfectamente simétricas. Me dice que eso es un jersey para mí, y yo le digo que estaré muy contento de llevarlo, y sonríe como una niña arrugada y con habilidades labiales hiperdesarrolladas, y yo tengo lo de los toros, y lo de lorelay el miércoles, y lo de mi nueva sensación sobre el asunto, y la conversación ayer con goyo, y la noche con los colombianos del miércoles, y las siete novelas que he fagocitado esta semana, junto con un libro de ensayo, y no he puesto ninguno en la bitácora, y siento cómo estoy aparcelando la información mientras mi abuela, que retorcía los cuellos de los pichones en el palomar que hoy le da nombre a mi cama, sonríe como una niña desdentada, arrugada y con capacidades labiales raras, y me pregunto dónde está mi abuela, la otra, la del pueblo, y presupongo que nada permanece, que heráclito venció al final y nada se repite, y entiendo que el culpable de tanta inercia, la de verdad, no la de lorelay, es parménides, el cabrón que intentó, por puro miedo, por tenaz miedo, concretar la diversidad en la identidad, y, jodido cabrón, no existe la identidad, no puede existir viendo cada día lo que veo. Y en mi cabeza bulle todo, el buzón, y mi ex-abuela junto con mi abuela, y nano, y goyo, y rebeca, y mi hermana carol, y el pibe que tocaba el jueves en el césped, y el del cajón, y roy, y miguelón, y millás junto con mccourt junto con plutarco y kundera y las vueltas las vueltas y algo que identifico pero no concreto que está sucediendo dentro de mí desde el miércoles, y la pena pena terrible por «lo que no», que me han dicho que tiene más fuerza que legiones de «lo que sí» y me pregunto qué hago aquí a medias escribiendo esto y a medias la tercera novela, y por qué todo el mundo significa tanto para mí, y por qué este post es tan largo, y por qué la realidad es tan dura y al mismo tiempo tan hermosa, incluso cuando es dura.

Y no tengo respuestas para eso, sólo seguir aquí, terminar este post, seguir escuchando a Chaouen, seguir explicándome a mí mismo el mundo con mi novela, fumando un cigarro, supurando «lo que no» de la herida y aplacarlo a base de «lo que sí», y todo ello en un estado emocional en el que lo que no y lo que sí se identifican como parte y todo de la misma cosa. Y me pregunto si esto va a durar, y si todo va a seguir siendo tan excitante y tan pleno de ahora en adelante, y no tengo respuestas, y de repente descubro que no las quiero. Que me da igual. Que sólo importa que el palomar me recuerda al palomar que quise y quiero y que en él las sábanas son calentitas y mullidas y… con toda tristeza y toda alegría (si se me entiende así, tan desenfocado)… ya no… ya no… ya no recuerdan lo que no está.

¿Por qué?

Lo que me sitúa de nuevo al principio de todo esto. Y vuelta a empezar hasta que la cabeza concrete lo que el corazón intenta explicar de todos los modos posibles.

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