Ayer el anticuario vio a Lorelay. Es una de esas cosas que suceden desde que el mundo es mundo, más o menos, en la rueda de eones que no cesa. «Acabas de descubrir las caras cambiantes de esta diosa caprichosa. La que se oculta todavía para los demás, a ti se te ha revelado tal cual es. Si apruebas sus modos, acéptalos y no te quejes. Pero si aborreces su perfidia, desprecia y rechaza su juego peligroso», decía el bueno de Boecio en la consolación de la filosofía (refiriéndose a la fortuna y sus juegos macabros).
Me mandó un mensaje para devolverme los cdses, en un gesto que le honra. Me comentó que iba a pasar por casa, mientras yo estaba en el trabajo, y a coger de paso algunos dvdses. La llamé para decirle que mejor no, que la casa estaba hecha una mierda y que no me apetecía que la viera así. Burda mentira, fue todo tan repentino que no tenía gana alguna de que volviera a tocar cosas que luego podrían retransmitirme sus aires. Viejos vientos que ya no conservan materia, pero que pueden volver a llenarse de ella en un peligroso chance.
Después entré en razón y le dije que fuera cuando quisiera.
Acto seguido me dije a mí mismo que no estaría de más verla.
Pedí licencia poética en el curro y me fui corriendo a casa, en un gesto puramente adolescente que me destierra del mundo de la madurez para un par de meses, más o menos. Llegué antes que ella y cerré la puerta por dentro, para que pensara que no estaba.
Su llave debe haber cogido desidia en todo este tiempo, porque no abría. Ante el temor bien fundado de que se diera media vuelta y todas mis tonterías no hubieran servido para nada (volviéndolas aún más tontas si cabe), le dije: «espera, que te ayudo». Al otro lado de la puerta estaba ella. Yo no atinaba bien a la hora de girar la llave (¿izquierda, derecha, centro…?). Abrí y entró. Hablamos. Me abrazó al despedirse. Buena idea. De repente yo quería más, más abrazos. Hubo más. Llamó su padre al móvil, rompiendo así el frágil momento. Cogió sus zapatos acumulados y se fue, descomprimiendo de nuevo el aire de la casa, que huyó a la calle, retumbó levemente en la esquina y ascendió hasta que se enfrió lo suficiente para caer de nuevo.
Una hora, más o menos, de conversación telefónica y una hora y media de visita. Viejos temas, ecos de otras épocas «es que tú sigues opinando que hemos aprendido de los errores y todo sería maravilloso ahora», «¿no crees que hay cosas que tienen más fuerza que uno mismo, que están por encima de todo pase lo que pase?», «la voluntad lo es todo, si algo vence mi voluntad, es que no le estoy poniendo la suficiente», «tienes que buscarte una churri», «no quiero jugar con nadie, no puedo buscarme una churri si quiero a otra idiota», «quédate cinco minutos más (Hare, llenaste mi cabeza de imágenes agridulces con tus canciones, y a uno le da por representarlas)».
Una escena ambigua, desangelada, escasa.
Dos sensaciones en cierto modo opuestas, durante todo el tiempo: una, que la amo más de lo que nunca la amé; dos: que ya no la siento parte de mi vida. Es curioso, cómo pueden conciliarse ambas cosas. Puedo seguirla queriendo y, al mismo tiempo, sentir que ya no es luz. Ayer intentaba sentirla parte de todo lo que soy, pero no pude. Raro.
Me sentí raro.
Después, cuando se fue, me sentí liberado.
Extrañamente.
¿Era esto lo que me decíais cuando me hablabais del poder regenerador del tiempo? Supongo que era esto.
Después vino Rodrigo, fuimos a las casetas. Lo que hicimos allí ya lo cuentan las fotos.
Me emborraché como un bestia, pero sin rabia, sin tristeza. Con normalidad.
Raro.
En la caseta de unos colombianos vi al gran patriarca que está sentado a mi lado en las fotos. Llevaba unas maracas. Me acerqué y le dije que yo tenía una guitarra en la caseta de al lado. Hablamos. Entré dentro, al almacén. Hablé con una chica que me conocía de la autónoma. Hable con todos. Me emborraché del todo. Después nos fuimos.
Volví dando tumbos, parándome en los parques para descalzarme y tocar algunas canciones antes de seguir. La hierba estaba mojada, pero yo la sentía fresca sin más.
Todo estaba abierto. Todo era posible en mi vida. Hasta ayer mismo el aire viciado de la casa deprimía mis pensamientos (curiosamente, he abierto las ventanas nada más llegar), un aire comprimido y asfixiante, deletéreo.
Decidí presentarme a todo en septiembre y acabar de una maldita vez la licenciatura en filosofía. Y esta mañana, aún con la resaca, me he puesto a estudiar una hora voluntariamente.
Raro.
Le envié un mensaje para cenar hoy y testar la sensación de nuevo. No pudo. No me sentí nada mal. No creo que ella haya sacado la misma sensación que yo. Pese a lo que sentí tras la descompresión, la conversación fue patética. Y lo fue porque yo le dije exactamente lo que sentía, lo que pensaba cada día. Abrí mi cabeza tan cual y la puse en contacto con sus papilas gustativas (no recuerdo la relación entre «saber» y «sabor», pero sus raíces tienen mucho en común, no puede ser de otro modo).
No fue hasta que no salió por la puerta cuando fui consciente de todo. De la doble y diametral sensación, de mi intento.
Mi jefa me propuso un cambio de departamento. Buena propuesta, ya que es justo lo único que no sé hacer aún del proceso. La verdad es que estaba harto de mi departamento. No de la gente (Roy, cabrón…), sino del tipo de trabajo. Yo necesito presión, golpes, rabia, prisa. La lentitud me mata. La meticulosidad acaba conmigo.
Hoy he llamado a Gollete, me ha invitado a ir a Las Ventas el sábado, me invita a comer. Me repugnan los toros, pero jamás he estado en una corrida. Hay que conocer lo que se detesta. Iré, por supuesto. Al palco.
Todo el día me ha rondado una frase que conocí en boca de los freaks de las tabernas y las bodegas: «lo que es es, y lo que no es no es».
Me he negado a ir a las fiestas. He llegado a casa, me he preparado un té y he empezado una novela. Con el té, el cigarro, la ventana abierta, el rumor fresco de los coletazos de la primavera y una emisora de música clásica.
He escrito unos poemas, he tocado un rato.
He buscado algo de tristeza dentro, pero no la he encontrado. Desconfío terriblemente de mí mismo, pero de momento funciono.
Me he dado una ducha, me he limado las uñas de la mano derecha para eliminar las pequeñas fracturas y los desconchones que se producen cada vez que tocas con todo el cuerpo y grandes dosis de significado.
Es importante cuidar ese tipo de cosas.
No retengo nada, todo fluye en mi cerebro. Por eso mismo cuando me detengo, cuando me paro, mi cerebro se vacía y me deprimo. No hay aceite para la maquinaria, no hay nada que hacer.. Eso dije en «Siempre las cosas», la segunda novela que escribí.
No sé cuánto durará. Pero es como si me hubiera quitado un cepo del cuello. Nada va tan mal.
Cervezas para todos.
Parece que epieza a salir el sol no?