Las trampas emocionales son imposibles de evitar. No hablo de la realidad, porque la realidad son hechos. Y los hechos son indoloros, incoloros e insaboros. Nada significa nada fuera de tu cabeza. En tu propia cabeza está la única trampa, el límite irrebasable del significado de las cosas.
Ver a mi abuela me angustia. Me angustia la decrepitud. Buena reflexión para un tipo como yo, siempre por encima de las cosas. Mi abuela está en una residencia tan campante. Tan campante ella. Yo tan jodido. Me iban a vender su casa y al final no salió, y su casa se la quedaron otros. Sesenta años de recuerdos que mi abuela quería que se quedaran en la familia. Porque mi abuela, como el replicante en la peli de Blade Runner, es muy consciente de la futilidad de lo humano. Cuando hablamos con ella siempre nos dice «no os olvidéis de vuestra abuela, no os olvidéis». Ahora mismo estoy temblando, lo juro, no es un recurso estilístico de mierda. No puedo olvidarme de ella. Soy incapaz. Pero no puedo decírselo, porque no puedo verla.
Mi abuela agoniza a largo plazo en una residencia donde la decrepitud es el orden del día. Ayer mismo me metí en el coche y lo arranqué. Iba a verla. Incluso le di al botón que abre la puerta del garaje. Y no fui capaz de salir. No fui capaz de sacar el coche. Y de repente me encontré llorando en mi puto garaje, dentro del coche, por no ser capaz de sacarlo fuera e ir a plaza castilla a ver a mi abuela. Joder, lo saco cada día para ir al puto curro. Y mientras tanto mi abuela agonizando a largo plazo. Y cada día pienso en ella, y cada día es una nueva derrota cuando no puedo ir a verla. Y se hace más pequeña, y cada día está un poco más desaparecida.
No me derrota la decrepitud de mi abuela, ella está más o menos bien, me abate la decrepitud de lo que le rodea. Cuerpos que eran lo que había hasta que dejaron de serlo. Seres vivos que ahora reptan y no saben dónde van. Vidas perdidas en el tiempo, en sus líneas. Cuando entro ahí siento que me pierdo y que me agoto, y que me desahucio de mí mismo. Y que pierdo el control, y que lloro. Y no suelo llorar en público, lo reservo para audiencias más limitadas. Cuando entro ahí siento que pierdo el control y que desaparezco en un mar de lágrimas. Y mi abuela, como un puto robot, me dice «no te olvides de tu abuela» a través de mi hermana. Y yo quiero gritarle que no me olvido de nada, pero no sé cómo.
He olvidado cómo se hacían ciertas cosas.
Hace años la mujer de mi vida se largó, después mi padre murió. Y, joder, me cago en la puta, eso te hace generar ciertos mecanismos de defensa para evitar que tanta mierda te afecte, y si no se desarrollan naturalmente lo más normal es que termines con las cuchillas de afeitar clavadas en el hueso de la muñeca. No estoy orgulloso pero es lo que hay. Mi abuela con 94 años agoniza en una puta residencia y va a desaparecer y a no dejar nada de nada de nada y me pregunto si todo esto es justo, pero lo justo no tiene nada que ver con la vida. Porque el hecho es que además de un par de recuerdos difusos en mí no va a dejar nada.
Nada.
Acontecimientos dispersos. Algunas fotos. Algunos recuerdos. Y nada. Por más que mires nada.
Y me da mucha pena. No de la superficial, sino de la que se clava en los huesos, agarrotándolos de frío incluso en el puto verano. Ese tipo de recuerdos. Ese tipo de nadas. Ese tipo de infiernos. Ese tipo de mierdas. Joder.
Y ahora mismo siento esa pena.