No sé por qué al tipo de ese coche le saqué el dedo, de coña, y se puso como un energúmeno, gritaba (yo no le oía), nos cerró, frenó… dEMASIE me tiene una paciencia…
El sábado comienza con la crítica a millás hasta que llega demasie y me saca a tomar el aperitivo, consistente en un litro de cerveza para cada uno y nada de comida. El lugar está de puta madre, es una taberna vasca (pseudo, es franquicia). Hace un sol expléndido y me siento bien, pleno, entero, fuerte. Al menos antes del aperitivo. Saco pasta de una cuenta que no tiene y compro un par de libros en el vips, «Los estados carenciales» (Nadal, 2002) de Ángela Vallvey y «Dios se ha ido» (Azorín, 2003), de Javier García Sánchez. El segundo me atrajo especialmente, el primero lo compré sólo para gritar a gusto: «Dios mío, qué infamia, ¿qué estaba haciendo mientras escribía esto, conduciendo, friendo patatas?»
Después Demasie me acercó a Fuente el Saz, donde Nano celebraba una señora fiesta. Como no conocía a casi nadie agarré una cerveza y casi no me hice de rogar a la hora de tocar la guitarra. No voy a entrar en demasiados detalles, pero fue un día brutal, para hacer mil poemas y doscientas canciones de él.
Es curioso cómo se articula la sociedad, a muchos de los que estaban allí les veo cada día en el curro, y jamás habíamos hablado antes. Sin embargo, dada una razón, una coindidencia, no hay ninguna dificultad en acercarse y hablar.
Y me revienta admitirlo, pero yo ya he visto antes esa cara, en Kike de Kombate.
Estuve jugando con el perro de nano, un cachorro cachondo que debía pensar que estaba atacando a un hipopótamo, allá en las Áfricas, o a un buey especialmente gordo. Arañazos en los brazos, mordiscos, verdín en los pantalones…
Como quiera que la cerveza parecía infinita me lo tomé con infinita calma. Severamente perjudicado una siesta me dejó libre de resquemores y a la guitarra de nuevo. Triunfo de ceda el paso, afortunadamente, porque esa canción me encanta y nunca tengo claro cuando una canción va a gustar o no. Que guste facilita tocarla más a menudo. Vale, y realiza también, qué le vamos a hacer.
Después me topé en la cocina con alguien, no recuerdo el nombre, y ella había pasado por lo mismo que yo más o menos hace el mismo tiempo. Me sentí cómodo, no hablamos especialmente, pero era curioso, si estaba cerca yo estaba tranquilo. Después se piró gente y aparecieron por allí Miguelón y Marcos, al que hacía demasiado que no veía. Pero yo estaba ensimismado con mi sensación de tranquilidad, en tal grado que no podía prestarle atención a otra cosa. Y fue una putada, porque hubiera estado bien haber estado metido en medio de la fiesta en vez de en otra parte. Ahora me arrepiento terriblemente, pero cada momento es cada momento y no tiene sentido ponerse a pensar a posteriori. Cuando ella dijo que se iba le pregunte si me podía acercar a casa y me fui con ella. En el coche yo estaba bien, ella me dijo que mi voz era preciosa, lo que debió ayudar al sentirse bien. Me apeteció caminar por la dehesa, así que lo dije. Debió pensar que yo era un depravado, porque a ver quién se va a la dehesa a las dos o las tres de la mañana (no tengo ni idea de la hora que era, podían haber sido las doce igualmente) a pasear, un sábado. Entre los botellones y los folladores pareados y los mirones en unidad no es algo especialmente simpático, a no ser que uno vaya a lo que se va en estos casos. Negó con simpatía y amabilidad. Me cayó mejor aún. Pero seguí pensando (que es lo que me mata) y como ella vive lejos pensé que allí sí que habría campo decente. Y lo dije. Pero claro, eso no se lo cree nadie, a no ser que me conozca (me refiero al hecho de que yo quiera hacerme dos millones de kilómetros para luego volver en un bus atascado sólo para pasear por el campo). Por supuesto, debí generar una imagen de depravado espantosa. Negó de nuevo, con simpatía y amabilidad, nos despedimos en los guerrilleros y se piró.
También se piró la sensación de tranquilidad, de estar cómodo, me la dejé en el asiento de atrás, se debió caer del bolsillo del forro polar. Con el ataud de mi guitarra, la cejilla, la cámara, las pilas recargables, las cuatrocientas letras de canciones, las gafas y todo mi cuerpo en general caminé hacia mi casa.
Supongo que, en el fondo, había intentado descerrajar la sensación de estar solo de un solo y precipitado disparo. Aguantar una hora más, media hora más, lo que fuera. Es curioso, porque la mayor parte del tiempo no me molesta en absoluto estar solo. Pero a veces… Llegué, me tumbé y me dormí.
Hoy me he dado cuenta de que ayer tuve el teléfono sin batería. Mientras escribía esto han sonado al menos una docena de avisos de mensajes. No, no estoy sólo en absoluto. Lo que echo de menos, cuando echo de menos, es la complicidad bendita que ya no tengo. Esa sensación de que alguien está en tu cabeza y te comprende tanto como es humanamente posible.
Voy a ver quién me busca.