Sí, claro, coño, un buen día, un buen día de pelotas, nunca mejor dicho.
Me levanto a las ocho y media porque Dios existe y me impide odiar a Cisneros como va pudiendo. Me preparo un descafeinado mentalizándome para un día soso y leo a Millás (exactamente por lo mismo). Voy por el segundo (descafeinado, capítulo) cuando llaman al telefonillo, nueve y media no llega, y es cisneros. Componemos una canción (ceda el paso) rarísima donde las haya, aunque él hoy no está inspirado y recae toda la responsabilidad sobre mí mismo. Al rato llega Rodrigo, preparo café para todos, nos lo tomamos y nos piramos a media-market a por un regalo. Por acompañar compro un cargador y unas pilas recargables para mi ojo dijital de hombre biónico del XXI, vamos a boulanger y allí todo es más barato, así que supongo que es una cierta forma macabra de paraíso.
Volvemos y comemos algo rápido en burguer kin y nos vamos al curro. Pillamos el bus y caminamos un rato. Mucho caminar para un hombre en mi estado.
Porque soy el tipo con las dos pelotas más gordas que hayas visto en tu vida.
A resultas mis abigarrados, rocambolescos y desenfocados encuentros sexuales de la semana pasada mis pelotas se han hinchado como dos balones de baloncesto particularmente molestos. Prefiero suponer que su hipostasía responde a motivos puramente violentos (despellejados, aplastados, retorcidos) que a otros más estrictamente víricos, y así iré dejando pasar el tiempo (a ver si no es lo único que se pasa) antes de ir al bicho que es el médico a que me confirme mis temores patentes y manifiestos.
No quiero ni pensar lo que estoy pensando.
Ayer compuse una escena severamente navideña. Al dejar a Rodrigo en el cruce habitual, al salir del laboro, con mis dos pelotas como dos castillos enrojecidos y sobredimensionados, me entró un duro apretón de los que no he sentido en mi vida, y apretando nalgas, por un lado, y procurando no rozar mis pelotas al andar, por el otro, estuve veinte minutos rezando a todos los dioses que pudo recordar la medianía de mi cabeza para no estar viviendo una situación tan estúpida. Pero ahí estaba. Mi cara debía suponer un poema de algún sadomasoquista sobrecalentado, mis nalgas prietas y mis huevos colgando delante de mí como una tarjeta de visita perjudicial y funesta. Veinte minutos supusieron poner la llave en la cerradura, dar gracias, pillar el libro de Millán y tomar asiento.
Afortunadamente estaba libre.
Amante de la limpieza y del betadine a más no poder, me consumo entre el cansancio de estar de pié y la tortura de sentarme en cualquier parte sin que mis pelotas reposen en ninguna. Para dormir es aún peor, porque boca arriba yacen trémulas en mis piernas y, boca abajo, todo mi cuerpo se deja caer sin conmiseración alguna sobre ellas. De lado, cuelgan. Colgar es malo.
El anticuario, hoy por hoy, es una figura más que deseable entre el público femenino, con su diatriba habitual de disnea, obesidad, tabaquismo neurótico-impulsivo, su filocervecilia, su falta de autoestima. Pero ahora, además, a este cuadro absolutamente patológico y, seguramente, patógeno, se añaden los airbag inguinales para mejorar un producto ya de por sí inmejorable.
Genialidades del dios cabrón que ha encontrado en mí su banco de pruebas. Hijo de puta.