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fantasmas

¿Quién no hubiera querido que te salvaras, aunque hubiera sido yo el que lo hiciera?, ¿quién, de todos aquellos que fuimos, no lo hubiera querido? A ver quién me lo hubiera negado entonces. A ver quién hubiera sabido eludir entonces que el tabaco es muy adictivo. Quién no te hubiera aconsejado no empezar a fumar. Quién tendría los arrestos necesarios como para callar que no te estabas haciendo ningún bien. Y que a partir de ahí nunca más lo harías.

Fumar o volar, todo es lo mismo. La misma sensación en la Taurina mientras yo, borracho como una puta soledad mal digerida, pagaba algunas botellas y me dejaba invitar a las demás. Fumar o volar es lo puto mismo. La misma mismidad del mismo viaje a ninguna parte que lo promete todo pero no regala nada. Todo cuesta. Eso mismo me decía mientras caían cuatro gotas fuera y fui a mear, y allí estabas tú y Kike estaba detrás de ti e inauguraba una senda que era miel y vida a partes iguales. Y a ver cómo te explicaba yo entonces que ni el tabaco, ni la taurina, ni el vino ni el sexo eran un callejón sin salida pero podían llegar a serlo si no comprendías. Si no comprendías nada. Si no estabas dispuesta a tatuar en tu cerebro que tú no tenías culpa de nada y que, aprende, las cosas simplemente suceden. Y han sucedido siempre. Y seguirán sucediendo cuando mueras.

Sea cuando sea.

Pero fui un cobarde, hay que asumirlo como parte del proceso de no reventar y mandarlo todo a tomar por culo. Fui un cobarde, y de algún persistente modo lo sigo siendo. No estoy orgulloso de ello. Ni dejo de estarlo. La lluvia es como es. Cuatro gotas fuera de la Taurina son lo que son. Y el vino calienta, y no deja de hacerlo. Y es sencillo sentirse maldito y pretender que se está cambiando el mundo cuando sólo se está cambiando el vaso por el estómago. Fui un cobarde porque no sabía ser valiente y cuando te fijaste en mí no quise (duele decir no quise) explicarte nada de todo eso, porque te tenía en mi mano y,

eso sí te lo dije y no dejé de repetírtelo nunca,

cada cual libra sus propias guerras. Y las guerras de cada uno son tan intensivas que sólo en el caso de humanos fuera de lo común tienen menos fuerza que lo que sucede fuera. Aún así tengo la encontradiza certeza de que aunque hubiera podido-querido explicarte algo, tú no hubieras querido entender. Tampoco hubieras podido. Porque, en el fondo, no habías entendido lo básico. Lo esencial.

Volar, sentirse por encima del mundo por haber escrito cuatro o doscientos mil poemas. Por haber vomitado en la calle que nunca se retira. Que no puede. Volar por poder estar cerca del que vuela. Por azuzar el odio y la incomprensión. Por detestar lo que sucede. Por seguir detestándolo antes de comprenderlo. Por no querer ni siquiera entenderlo, como si eso fuera ya en sí una renuncia.

Yo era un dios contra el estado ordenado del tiempo. Lo sé. Aparentaba serlo. Bah, lo era. Me sentía así. Dulces chocolates del ostracismo voluntario. Era un puto dios, es posible. Al menos me sentía como uno.

Metimos tu ropa interior en el lavabo, pusimos el tapón y lo llenamos de cerveza. Tú estabas tan caliente que metiste mi lengua en mi boca y, de algún modo, aún no la has sacado. Follamos mientras tu ropa se empapaba y nos sentíamos como dioses por no querer aceptar, entender ni respetar nada. Y volaste por encima del suelo y tus ojos fueron los ojos del mundo, y el mundo era pequeño cuando lo miraste porque tú eras mucho más grande. Después nos bebimos tu ropa interior, la escurrí en tu boca.

Era sencillo.

Llegó tu turno y la escurriste en mi boca. Sabía a muchas cosas, y ninguna de ellas muerta o aburrida. Ninguna de ellas difunta. Te llevé a la cama y la cama nos cubrió silenciando el resto de cosas que sucedían alrededor.

Al menos fue así durante un tiempo.

Pero no te salvaste. No te salve. No pude hacerlo. No conseguí hacerte entender que todos estábamos jugando con distancia. Que, en realidad, nos estábamos riendo de nosotros mismos. Lo hacíamos. La distancia era el criterio. Nos burlábamos del mundo, sí… pero sin excluirnos a nosotros mismos.

Acababa de mudarme cuando te vi. Me reconociste. Tú habías seguido la espiral entera hacia abajo y me hablabas desde un plano superior. O inferior. Desde otro plano. Nos acordamos de tus bragas empapadas en cerveza. Seguías preciosa. Yo estaba gordo y greñudo y tú parlanchina y emocionada. Seguíamos compartiendo seguramente tus bragas.

Era cuestión de tiempo que me odiaras de algún modo, porque había mantenido el equilibrio. Y la revolución no entiende de equilibrio. El equilibrio es ofensivo, y en la revolución no significa nada excepto traición. En la vida puede llegar a serlo casi todo, depende de como te lo tomes.

Pero eso no sería hoy, no me odiarías hoy. No había podido salvarte y seguías siendo poeta contra todo. No había podido salvarte de… un modo diferente a como no había podido salvarme a mí mismo. No te daría tiempo. Ni siquiera sabrás que has llegado a odiarme.

Porque yo probablemente huiría al confort de mi casa nueva y mi mac para escribir. Un litro y un cigarro. La terraza.

Y han pasado los años, y nos han dejado llenos de cicatrices, de muescas. De rescoldos. Y heridos.

Los años nos han dejado heridos.

Eso mismo es lo que no quiero que veas. Porque hacerte ver eso sería la cima más alta del egoísmo que yo podría alcanzar nunca.

Y eso sí que no puedo permitirme hacerlo.

Intercambiamos besos y teléfonos en la noche que empieza.

Promesas.

Abrazos incompletos, porque la completud está en otra parte. Allí donde siempre estuvo.

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