Sobre la muerte sólo caben dos posturas posibles. O se la niega, o se la intenta abrazar. Se intenta hacerla cercana, retenerla en los brazos. Añadirle la suficiente comprensión para que quiebre su silencio y se nos acerque a la distancia de un brazo humano, demasiado humano. Claro.
Y así a la muerte se la racionaliza, se la mitifica. Se crean constructos mentales sobre ella de cualquier modo, más o menos ordenados, más o menos completos. Con argumentos, como si fuera posible legislar sobre el vacío. Con historias omnicomprensivas (mitos, religiones [más mitos]…), como si se pudiera hablar de lo que nada dice de sí. El que nada dice de sí no deja más camino a la interpretación que sus actos.
Es por eso que muchas veces la exégesis de la muerte no es más que la historia de la ausencia. El que nada dice de sí mismo habla sólo por sus actos y el acto de la muerte, para los vivos, es la ausencia. Ese doble silencio tan pertinaz de la muerte: la ausencia que deja, y la que no promete (nadie sabe a ciencia cierta qué nos espera allí, si es que espera algo, todo lo demás son construcciones bonitas para hacer más llevadero el destino, con tremendos desencuentros cuando uno invoca mediante el acto la hybris, la desmesura que supone intentar romper el destino, y estoy pensando en Orfeo y Eurídice).
Y se dice que la muerte levanta respeto, y es posible que sea así. Pero más bien, en un funeral, en una tumba, en un día de despedida, despierta silencio. Que es lo que deja, lo que promete y lo que parece ser.
La muerte sólo despierta silencio. Porque en el fondo el mundo sabe que no se puede decir nada sobre lo que nada dice de sí mismo. Sólo se puede hablar de sus actos. De la ausencia.
O se la niega, o se la intenta abrazar. No ha habido otra. No tenemos más datos para que haya otra.
Toda esta estúpida disgresión va por Ayleen. Murió este fin de semana después de rechazar el tratamiento por puro dolor. Dolía más vivir así. Qué justo me parece que cada uno decida dónde está el límite, más allá de mitos respetables para cada uno. Que cada cual elija, que cada cual marque el punto. Con respecto a la muerte no podemos dejar de sentirnos como un tipo en las cavernas, mirando el fuego, resumiendo su vida y pensando en qué destino le aguarda. Somos cavernícolas con microondas, me dijo el otro día un tipo en el metro. Cavernícolas con microondas. Quizá no tenía ni puta idea de cuánta razón tenía.
Quizá no tenía ni idea, pero habló el muy cabrón. Le invité a una cerveza en un bar que había en la estación. Se la tomó con prisas y pidió otra. Nos tomamos unas cuantas. Después cogí el bus y me vine a casa. Pensando que somos cavernícolas con microondas. Pensando que, al fin y al cabo, pese a no saber de quién ni hasta cuándo, la vida es un regalo, y lo importante no es lo que atesoras.
Sino lo que regalas, lo que das. Lo que amas.
Porque al final no te llevas nada, todo se queda.
Me senté hoy en la nueva terraza del museo y pensé sobre todo esto mirando las estrellas. Las mismas estrellas que miraron en algún momento mi padre, Nati, Jorge y el cavernícola. Yo tenía mi cerveza, y estaba bien, el sillón del salón también es cómodo en la terraza. Estaba todo bien. Las estrellas no cambian tan rápido. Las vidas tampoco. Me sentí triste por Jhon. Me sentí muy triste por él.
Por ese silencio que se adentra.
Por ese silencio que es lo único que hay.
Qué fácil sería abrazar otra cosa.
Y qué raro.
Me sentí muy triste por Jhon, y le brindé la cerveza. Las lágrimas son una estupidez.
Pero qué no lo es.
Al fin y al cabo, aunque nos duela, siendo la muerte ese tipo tan extraño que sólo habla por sus actos, la muerte es para los que se quedan.