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norwegian wood

Estoy sentado con el mac en la cama. A veinte centímetros del colchón tengo abierta la puerta de la terraza, y el silencio es sobrecogedor, lo que me produce un ligero síndrome de Stendhal. Miro por la puerta y el cielo encapotado no me deja ver las estrellas, pero aunque importa no lo hace demasiado, porque aunque ahora no veo estrellas tumbado en la cama sé que lo haré tarde o temprano. Eso es una diferencia remarcable.

Esta mañana cogí el coche para ir a limpiar a mi casi ex-casa ya, pero al llegar no tenía ninguna gana de estar allí solo, así que me fui a casa de mi madre para desayunar e ir los dos juntos. Nada que merezca la pena anotar, porque gracias a tener tanto trabajo no pude pensar ni un sólo momento en la despedida del lugar físico. Me lancé a por la cocina como un poseso y en una horita había cambiado y se había transformado en un lugar limpio. Vino María y se lanzó a por las ventanas. Estuve mirando todo lo posible para aprender a limpiar y aprendí bastante sobre el modo correcto de hacer las cosas. Después de un rato nos fuimos a comer a casa de mi madre. Después de comer reventé un poco e intenté echarme la siesta, pero no hubo mucha suerte. A las cinco había quedado con el casero para el tema de las llaves y la fianza.

No quiero decir mucho sobre eso. Pensar en cierto tipo de ruindeces me entristece y me hace retornar al odio generalizado al mundo, pero es un sitio en el que he estado mucho tiempo y, la verdad, ya aburre bastante. Al final creo que todo irá bien, pero podía haberme ahorrado el mal rato de sentir una vez más la injusticia clavándose en mi espalda con saña. Estoy empezando a hartarme seriamente de tener que ir a todas partes a rodillazos y codazos.

Después he estado con Solano y la Mary un par de cafés y me he pasado por el Opencor a comprar comida para el festivo y Vichí. Acababa de empezar el atardecer y he ido a buscar un libro al que hincarle el diente desde la terraza con un jamoncito y un buen vino. El libro que encontré fue Tokio Blues, de Murakami, y al final me lo he leído del tirón. Acabo de terminarlo. Paré sólo para comerme un tomate y un huevo cocido y para deglutir el Vichí. Ese libro lo compré en 2007 (suelo anotarlo siempre en la primera página, fecha y situación), en el Fnac, haciendo tiempo para la cena de despedida de María Jesús Paredes de CC.OO. Hacía una temporada que había salido en Público por un patrimonio excesivamente alto… y un poco después decidió dejar el sindicato para «dedicarse a otras cosas». A vivir, supongo, que son dos días. No creo que muy bien, porque después la he visto como tertuliana en programas de televisiones de ideología unida con velcro a la derecha. La gente no cambia, pero los bolsillos supongo que sí cambian de lado.

Es un libro que compré porque me lo habían recomendado. Koldo incluso me lo prestó un tiempo en el que no fui capaz ni de mirar la portada. No sé, de esas cosas a las que coges manía sin saber por qué y sin tener ni idea de lo que son. Hasta hoy. No sé muy bien qué pensar de él. Sólo sé que me ha dejado sobrecogido (quizá el silencio) y sin gota de sueño. También ayuda que aunque mi cama sigue siendo mi cama no está en el mismo sitio, y aún no termino de dejar de sentirme aquí como en un hotel de paso, y no quiero hacer mucho ruido porque no sé dónde están los vecinos y aún no les conozco, y por eso mismo ésta que es mi casa no lo es del todo y no puedo negar que me siento un poco desubicado.

Y el libro es tremendo. Eso es cierto. El libro no lo sé aún, pero la historia es tremenda. Algo a tener en cuenta.

Estoy sentado con el mac en la cama, a veinte centímetros la puerta-ventana, al pasar el dintel la terraza, arriba las estrellas, tras las nubes que encapotan el cielo. Encendí velas en la calle que se han apagado por la lluvia, todo precioso, lúcido y sólo un poco distante por que aún no me he hecho a la idea.

De todos modos, algo dentro de mí sigue pensando que si no escucho a un vecino o pasa un coche o alguien borracho pega un berrido en la calle antes de terminar el post pueden pasar dos cosas. La primera es que me vuelva loco por la falta de costumbre. La segunda es que me duerma como un bendito. Creo que, después de un cigarrín, por hoy me voy a quedar con la segunda, cerrando la ventana porque hace fresquete. Apagando la luz. Mirando la noche suceder tranquilamente a su ritmo. Cogiendo el aire despacio para luego soltarlo mientras me voy durmiendo.

Por cierto, hoy este museo cumple ocho añitos y 1651 entradas. Y justo ayer oficialmente abandoné mi viejo museo de una vez y para siempre.

Un comienzo limpio, sin golpes bajos, sin cortes mal dados.

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