Un fin de semana haciendo cajas no es ni más ni menos que eso: un fin de semana entre cajas. Y recuerdos, porque las casas tienen un componente que no ha sido estudiado nunca, que yo sepa, y son los agujeros espacio temporales (tractos, en adelante). De repente, en un cajón, o al fondo de la cama, o detrás de unos papeles, puede aparecer algo que te retrotrae a un momento del pasado de tal forma que puedes volver a sentir olores, texturas, a escuchar palabras que se dijeron entonces, a saborear otros tractos en el tuyo.
Ya, ya, la historia de la evolución en la Tierra no es más (ni menos) que un proceso continuado de tunning sobre un tubo digestivo, compuesto por un orificio por donde entra la comida, el susodicho tubo o tracto y otro orificio por donde se excretan los desechos. Tú eres eso en esencia orgánica (si es que eso existe). Y todo lo demás son adornos (más o menos valiosos para cada cual) que se han ido añadiendo sobre el diseño original como un plan taimado de los genes para seguir reproduciéndose. Pero quizá por eso mismo son tan importantes los tractos, porque nos remontan al origen o lugar donde empezo todo, a eso tan fácil de definir a priori y tan jodido si te pones a ello que es lo primigenio. Eso está bien, pero no se queda ahí, porque además de ser digestivos los tractos también son, por definición, 1. el espacio que media entre dos lugares y 2. lapsos de tiempo.
Nada menos. Ahí es nada.
El tracto digestivo original es eso que media entre el culo y la boca, y es nuestro centro orgánico. Pero como tipos, o como seres, o como individuos con recorrido narrable (con una historia que contar que es la historia de nuestra vida) tenemos más tractos menos localizables en coordenadas exactas y precisas (por nuestra propia imprecisión, por supuesto). Quiero aludir con esto a ese espacio que media entre dos lugares (físicos, en las tres dimensiones), por ejemplo, combinado con ese cuartito anexo que media entre dos situaciones vitales temporales: los lapsos de tiempo (añadiendo la cuarta). Estamos recorridos de tractos: el tiempo desde que entré en la universidad hasta que no volví a ir, por ejemplo; o el tiempo desde que me apunté a la autoescuela hasta que me saqué el carnet y pude enseñarles el dedo corazón de ahí hasta siempre, pérdida de puntos mediante; el tiempo desde que entré en esta casa hace once años hasta el día en el que me vaya, resumido en las cajas que estoy haciendo ahora; el tiempo en el que a una edad indeterminada me regalaron un muñeco de Pedro de Érase una vez la vida hasta hoy que Nano lo ha reencontrado en un cajón de mi escritorio, enseñándomelo, disparando sin quererlo todo un tracto de recuerdos completo y complejo.
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Y… ¿qué conecta al tío o tía o abuelo que me regaló ese muñeco con Nano? Pues aparentemente nada, por supuesto. Evidentemente nada. Excepto que, sin intención de ofender, uno fue la boca y el otro el culo, y desde ese momento están unidos por el tracto vital de los años en los que he tenido cerca a Pedro. Yo soy el nexo al fin y al cabo, por supuesto, un tracto digestivo evolucionado para facilitar la supervivencia de sus genes, pero además con la capacidad de contar y contarse su propia historia.
Contar y contarse su propia historia.
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Me cuento mi historia, y la voy contando como puedo por aquí. Me narro. Y me sirvo de los tractos para hacerlo. La memoria es imprecisa y desorganizada, y los necesita como toque de atención para regresar a esos datos dispersos por y caóticos en el cerebro (hay gente que escribe una autobiografía, que es lo más parecido salvando las kilométricas distancias a defragmentar nuestro disco duro; aunque siempre nos mentimos y reubicamos todo en función de dónde estamos ahora, pero esa es otra historia fascinante y larga, cómo no). Pedro me ha hecho recuperar una línea que ha existido siempre pero en la que antes de verle no estaba focalizando la mirada. Después, al verle, pude observarla en toda su intensidad y longitud.
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Pedro era el capitán de todos los clicks, aunque no podía sostener una espada y ni siquiera era capaz de levantar los brazos y sostenerlos así. Yo construía castillos con una especie de tente de piezas enorme y máquinas de asedio con Moltó (las enormes bisagras, con una goma, eran catapultas voraces al lanzar las bolas de hierro que saqué de una mini máquina de pinball). Durante tardes y tardes que eran eones en el transcurso del tiempo de un niño sobrevivimos a enormes aventuras y demoledores ataques del enemigo brutal. Y siempre ganamos, aunque no fue fácil. Después se fue quedando más y más en el cajón hasta que lo reencontraba, abriendo un nuevo tracto. Al mudarme a Madrid. Al volver a Alcobendas. En cada limpieza. Y ahora, de la mano de Nano.
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Después tocamos de nuevo, Nano y yo, en este extraño domingo dentro de este aún más extraño fin de semana. Las canciones viejas. Abriendo las ventanas, aspirando el polvo, remozando la música, esbozando la melodía. Esas canciones que están apolilladas y que requieren una ventilación completa. Cada una de ellas abriendo y cerrando su propio tracto, ese tipo de tracto bucal-tubo-anal que es el componente de todo tracto, incluso el central que es el sentido primigenio de nuestras vidas, pero que no lo resume, lo contiene pero no lo completa. Porque nuestras vidas no son sólo eso (bocatuboano), por supuesto. Y yo pensando en Pedro, y en las canciones, y en todos los tractos abiertos.
Y me sentí transido de vida, de la verdad, de la que no se limita a la boca, el tubo y el culo. De la que los incluye, inevitablemente, pero como parte de mucho más.
Lleno de historia. Lleno de presente. Y lleno de futuro.
Porque una cosa es estar vivo (y para ello sólo hace falta un tracto digestivo) y otra cosa es sentirse jodidamente vivo.
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Y Nano me repitió un par de veces que al tocar «Piedras» volvió al lugar de partida (boca) de cuando la cantaba con Cris en el coche día sí día también, y yo me sentí feliz porque fui capaz de ser un punto de partida de tracto en la vida de un amigo, aunque no fue mi intención. Y él fue feliz porque recuperó historias que, aunque presentes en las circunvalaciones de su cerebro, estaban tan desorganizadas que no se hubieran podido recuperar con tanta riqueza de detalles sin ese hilo conductor, sin esa linternita apolillada que ambos compartimos mientras acariciamos las guitarras ahora, en el excretor del tracto que nos une y nos hace uno.