Reventar las cosas. No es tan espectacular, la verdad, es simplemente trastocar el orden cotidiano que te libera y te ancla al mismo tiempo. Que te da y te resta lo mismo, para no contravenir la ley de conservación de la energía. Rutinas y demás salvedades que no salvan de nada pero aparentan.
El viernes me liaron. Para qué negarlo, me hicieron el lío. El viernes me llevaron a un lugar en el que estaba montado un escenario. El escenario estaba montado y la noche era magnífica como sólo pueden serlo estas noches de falso verano en las que aún tienes metido en el cuerpo el más frío invierno. Estábamos pasado Torrelaguna, en Torremocha, en el garito del asombroso Gonzalo. Entré y, como digo, había un escenario. Montado fuera, en la enorme terraza. Y Hare iba a dar un concierto, y empieza diciendo:
«Bueno, hoy vengo a telonear a Miguel, que va a dar un concierto.»
Mmm.
Pero lo bueno es que el domingo pasado estuve con Nano en el All-In y tocamos durante horas. Andaba un poco más confiado. Ese domingo les había gustado mi mierda, les había entrado de algún modo por los ojos: se habían sentido a gusto con ella. Mi mierda volvió a ser música y ese es un proceso que me reconcilia con el mundo de un modo sin peros. Mi mierda, que es la suma y recolección de todas las heridas, todas las curas y todas las alegrías que han pasado por mi pobre cuerpo, tomó carne, se encarnó, y se hizo algo de valor en los oídos que disfrutaban con los acordes y la voz rota, y eso está bien. Eso está siempre bien.
Así que cuando Hare dijo: «ahora va a subir Miguel, un aplauso» no me fue tan difícil. Mi pierna se rebeló, y los nervios se podían ver pasar con el tapiz de fondo de las estrellas, pero no fue tan difícil. Fue lo suyo. Y de nuevo pude ver y ser consciente de como mi mierda volvía a fluir, encarnada ahora en «el hacha de guerra».
Y es maravilloso ser consciente de que la voz de cualquiera puede ser la voz por un momento.
Sólo así es posible sublimar todo el dolor que me ha atravesado en algún momento. Sólo así cobra sentido y se convierten en oro todos y cada uno de los abandonos, las veces que me levanté con alguien a quien amaba antes de que me abandonara, las veces que me levanté acompañado con alguien del que sólo quería que se fuera, las veces que me levanté solo. Los polvos con amor, los polvos con necesidad y los polvos que no sucedieron. Sólo así cobra sentido esta mierda de vida mortal que pese a ser feliz está basada en su propia finitud: en que termina.
Todas esas historias se convirtieron en canciones, y aquí estoy cantándole a unos desconocidos cuánto eché de menos a Lore y, aunque no me conocen, ni conocen a Lore, ni saben de qué coño va todo esto, sí que entienden la sensación de pérdida, y la alegría final de seguir vivo. Y así, pese a no estar unidos por nada, se unen a mí porque lo que yo he vivido es lo que ellos de algún diferente modo también han vivido. Y es mucho más fácil así. Y me dicen después, cuando seguimos tocando tras el concierto en las mesas del bar: «tío, has dicho exactamente cómo me sentí yo cuando…»
Cómo yo cuándo.
Soy capaz de coger a ese tipo por el cuello y meterme en sus ojos. Dentro de sus ojos.
Y lo que es para mí aún mejor: es capaz de meterse en los míos.
Y entonces, y sólo entonces, te das cuenta de que tanta alegría y tanto dolor pasado, bien entendidos, son capaces de conferirte una propiedad que te acerca a todos los que comparten un día contigo: ser humano. El orgullo no te hace humano, ni la superación, ni el poder. Lo que te hace humano es ser frágil. Eso hace que yo me meta ahora en la cabeza de este tipo mientras él se mete en la mía. Y eso está bien. Muy bien. Horas después, ya bastante tarde, abandoné su cabeza sintiéndome parte de todo y de nada y de ninguno como nunca antes. Y eso sí que estuvo bien.
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Hoy han venido a casa Nano y Hare, y hemos estado tocando. No sé cómo explicarlo. No sé cómo hacerlo comprensible. Estoy despidiendo el museo, y que vengan a tocar es parte del ritual. Nano con el cajón y Hare y yo con las guitarras. Estamos pensando en volver a tocar en garitos, de momento sólo ensayamos (hoy ha sido el primer día).
Somos hombres con los huevos negros, coño, pero hemos llorado.
No de tristeza ni de mierdas, de emoción. Aunque no hubiera pasado nada si hubiera sido de tristeza o mierdas.
Hare ha compuesto una canción para Ortondo, y ha sido tan certero que… lágrimas se escurrían de un lado para otro.
Después hemos tocado los tres, hemos hecho algunas versiones, y el mundo se ha combado ante nuestros acordes.
La sensibilidad del mundo se ha combado.
Nos hemos hecho carne, nos hemos encarnado en las canciones que hemos estado tocando.
Que tienen algo de rutina (secuencias: Sol, Re, Do, mi) que libera, y mucho de improvisación. Y de gritos, y de morirse, y de darlo todo, y de dolor, ese dolor con el que hemos aprendido a convivir.
Aquí, un tipo como yo, filósofo, se lanzaría a párrafos y párrafos de disertación. Pero no ahora.
Era algo que estábamos haciendo, y lo estábamos haciendo bien.
Unidos en el ritmo. Hablando de lo mismo gracias al ritmo. En sintonía.
Hermanados.
Felices.
Cantando.
Y lo hicimos tan bien que ni siquiera vino la policía a detenernos. Ningún vecino se cabreó.
Seguramente estaban disfrutando.
Seguramente estaban detrás de nuestros ojos, cantando.
Ni la policia vino a visitarnos ..jajajajajaa.
Y fue raro, sí que sí, porque estuvimos dándole seriamente hasta bien entrada la noche, cuando los tiernos adolescentes dejan a sus tiernas amadas para no enfrentarse a la zapatilla de su madre… o a la típica «charlita» de padre…