Me gusta leer biografías que hacen alusiones frecuentes a epistolarios. Me gusta leer de su puño y letra (metafóricamente, claro) los desbarros amorosos de Einstein, o la brutal, contradictoria y de algún modo autodestructiva relación entre Arendt y Heidegger. Es posible darse cuenta con ello de que debajo de cualquier sólida teoría intelectual existe un mundo de pulsiones y mareas, de ángeles y demonios y noches tomando vino en cualquier parte del mundo, mientras que las más fuertes asociaciones se producen y generan un movimiento que reconfigura el mundo: Jaspers, Husserl… que reifica el mundo.
Todo eso resuena porque tenemos la historia, y la historia recogida en la cultura amplifica un sonido que se hubiera diluido en alguna circunvalación de los días antes de llegar a conocerla. Sin la historia estos personajes no podrían trasladarme nada.
La historia del homo sapiens es larga. Depende con qué la comparemos, en sentido estricto, y desde dónde contemos, en sentido laxo. Pongamos que a partir de los Hombres de Kibish, hace unos 195000 años en Etiopía. Pongamos que ahí, y contemos una media por generación de 30 años, por fijar algo. Eso nos da 6500 generaciones, 6500 generaciones de seres humanos pensando y diluidos con el paso del tiempo.
Eso nos da muchos menos vencedores que vencidos.
El cerebro se hace pequeñito intentando apreciar las dimensiones reales de tantas vidas sin registros. Las pasiones son iguales pero nunca son las mismas, debido a que el marco en el que se producen, cada vida individual, las pinta de un modo diferente. El cerebro se entorna como los párpados intentando ver con más claridad. Un verdadero derroche. Un evidente derroche. Tantas canciones que nunca he escuchado, poemas, conversaciones, relatos…
¡Pero si ni siquiera puedo aspirar a leer todo lo que está escrito, a escuchar todo lo que se ha grabado!
¡Pero si ni siquiera puedo recordar con exactitud lo que yo mismo pensé y sentí en la práctica totalidad de mi propia vida, más que mediante aproximaciones!
Un verdadero desperdicio. Un desperdicio cuyo examen nos da un preciso eje de ordenadas y abscisas.
Por una parte mi vida importa, y mucho, porque nadie puede repetirla. Importa porque sólo yo puedo vivirla, e importa porque realmente es lo único que siempre tengo hasta que lo pierdo todo, y es lo único necesario, lo único suficiente. Puedo tener muchas cosas si tengo vida, sin ella no puedo tener nada.
Por otra mi vida no significa realmente nada. Se diluirá en el tiempo, no quedará nada de mí en el Imperio Galáctico.
Ese es el lugar donde situar las coordenadas. En lo importante para mí y lo irrelevante que es todo lo mío en el devenir del tiempo. En algún sitio de Etiopía hace 195000 años es posible que un tipo mirara al cielo en una noche de luna llena y se le pusiera el vello de punta por todo el cuerpo. Se le puso el vello de punta porque de repente sintió algo que era tremendamente importante para él. Y de eso ahora no queda nada. Queda tan poco que todo el hecho no es más que una mera suposición.
La última vez que miré la luna llena en un cielo despejado se me me erizo el vello por todo el cuerpo. Y pensé en ese tipo-hipótesis en Etiopía, sintiendo algo similar a lo mío ante la belleza y lo inexplicable del mundo. Pensé en ese tipo con tristeza, por no poder compartir el momento con una conversación sobre percepciones, o sobre lo bonita que está la noche, tan estrellada que es imposible pensar en las distancias reales de los cuerpos.
Luego vino el consuelo romántico de pensar que ese tipo de algún modo está en mí.
Pero es sólo un consuelo.
Todo lo que ese tipo sintió es tan irreal como la bruma de esta mañana que ya no está.
Y estoy escuchando música y escribiendo esto. Un poco sobrecogido, la verdad. Y eso quizá dentro de seis meses o un año o una semana no será nada, ni siquiera un recuerdo. Ya ha pasado muchas veces.
Pero ahora lo es todo.
Y no debo olvidarlo, porque de otro modo el mundo es sólo un bonito recinto donde volverse rematadamente loco.