Uno.
Estaba sentado en el baño intentando echar un buen truño, no demasiado líquido, no demasiado sólido, en su punto justo de placer confuso y relajación temporal, preguntándome cuándo comenzó esta historia del museo de metralla. Me lo estaba preguntando porque últimamente no encuentro muchos motivos para escribir aquí.
Y eso es lo de menos. Eso no me importa demasiado, la verdad.
El tema es que últimamente no encuentro muchos motivos para leer por aquí. Para estar por aquí. Recuerdo una época en la que al llegar del curro lo único que me llevaba a la puerta de casa era abrirlo, releer lo antiguo, consultar los comentarios, discrepar conmigo mismo y con los que se tomaban la molestia de dar su opinión sobre mis pobres mierdas. Demasiado líquidas a veces, demasiado sólidas todas las demás. Demasiado idiotas o demasiado ciegas. Me pierdo. Lo habitual.
El caso es que sin el reclamo del blog no hubiera entrado jamás, tenía muchas cosas que hacer fuera. Nada serio, nada tremendo, nada de lo que hacer una gran historia, emborracharme, tocar en alguna parte, conocer gente en los garitos situados dentro de una circunferencia de cinco minutos andando de radio desde el centro de mi cama, pasar la vida porque si no pasas por ella es la vida la que te pasa por encima, y de repente te encuentras con cincuenta años viendo la tele y mojando el pantalón allí mismo por no ir al baño, notando como el chorro caliente de orina se escurre por entre los huevos para mojar la tierna funda del sofá y recrudecer un dibujo que se enfriará y molestará y olerá y te dará una imagen cierta de tu propia derrota.
Estaba sentado en el baño, mirando la pared de enfrente, llena de una mugre gris sobre los azulejos verdes. La mugre está ahí porque no la quito, y no la quito porque debe estar ahí, porque así es como son las cosas y debe ser que no quiero quererlas de otro modo.
[Estoy a cinco minutos de rebuscar en los bolsillos y las mochilas para comprar un par de litros en el chino, que sigue estando pese a que me cambiaron los chinos de mediana edad por unos más jóvenes, de un día para otro y sin aviso. Parece ser que el tiempo pasa y las cosas cambian pero, en lo esencial, todo sigue siendo la misma y constante búsqueda del euro en bolsillos y mochilas para comprar un litro, o dos, lo que dé, estableciendo una cierta medida de la fortuna de cada día. La diosa fortuna es mudable, perezosa, pero siempre es madre y conforta. Más o menos, pero conforta: nunca te deja sin un litro.]
Sentado ahí pensando como hago a menudo últimamente, en un movimiénto peristáltico que no lleva a defecar nada, que seguramente se autocomplace en sí mismo y es suficiente victoria, verdad, esencia, cosa. Eso es y aquí tenéis un fecaloma mental que no me permite escribir ni contar ni, en cierto y angustioso modo, ser. Porque, topicazo al canto, de ser va la cosa.
De ser, claro. Aviso: de ser va todo esto.
Ray Loriga es un tipo que me ha dicho mucho a veces y otras absolutamente nada. Al final tomé la decisión de que era un excelente aforista, y racionalmente y por ello mismo decidí tomarme sus novelas como libros de aforismos. Eso me reconcilió con él. El otro día encontré, releyendo «Ya sólo habla de amor» el siguiente:
También es cierto que se dejó encandilar, como tantos otros, por la engañosa armonía de la derrota, por el encanto y el olor de esas flores que se marchitan hermosas en la imaginación pero que se pudren siniestras en las manos.
Y me eché a llorar como un idiota, y casualidad de casualidades también estaba en el baño, cagando. Llorar cagando es lo más extraño que he hecho con mi ano hasta el momento. Y os aseguro que fue algo extraño, desubicado.
Dos.
Quizá también tuvo que ver con todo esto comprar la revista Orsai. No lo sé. El tema es que ver ese esfuerzo casi personal apoyado por ese tremendo esfuerzo colectivo me emocionó, y por un segundo y en un momento concreto hizo que casi recuperara el placer de pasar la tarde escribiendo.
Fue sólo un segundo, no puedo hacer nada con ello. No puedo salvarme con ello, pero es un comienzo.
Eso requiere una pequeña explicación.
Sé que, de nuevo, todo va a sonar a topicazo, pero tenéis que hacer un pequeño esfuerzo y pensar que no lo es, porque de hecho no lo es, no hay más explicación. Para mí escribir nunca fue importante, nunca fue nada. Sólo era una cosa que hacía. Disfrutaba haciéndola, pero no la buscaba. Aparecía. Venía casi constantemente. Gané un par de concursos y fue enorme, pero el esfuerzo nunca jamás existió. La cosa se dió.
La extrañeza de los demás frente a esto fue siempre incomprensible para mí, hasta que un día, en La Palma, vi a Lore haciendo barro, cosas maravillosas con el barro, cosas por las que yo me hubiera amputado miembros con tal de reproducirlas. Hermosura en figura de barro. Y ella no le daba importancia alguna, lo hacía casi como si se rascara la cabeza, como si se quitase un resto molesto de comida de la comisura de la boca después del desayuno. Hoy se que irremisiblemente me enamoré de ella por cosas de ese estilo. Ella ha cambiado, pero yo sigo enamorado de aquella ella que ya no existe más que en mi recuerdo. Las formas eran parte de su mano. La forma le llegaba.
Le venía.
Y entendí la frustración de todos en mi propia frustración.
Más o menos siempre he escrito, siempre tenía una novela a medias, algún relato corto, muchos poemas. En La Palma me hice un cuarto para escribir, esta vez sí lleno de topicazos en la medida de mi estupidez, velas, plumas, tinta, folios en blanco.
Lo primero que me abandonó fueron los poemas. Desaparecieron. Ya no querían salir. Hubiera amputado cualquiera de mis miembros para que volvieran, pero las cosas no funcionan así (de algún modo, afortunadamente).
Después los relatos cortos desaparecieron también, dejando cercos vacíos en las paredes, huellas de haber estado allí.
Escribí mi última novela cuando dejé a Nuria, con una fuerza y unas ganas y una naturalidad que me hicieron pensar que la escritura había vuelto a mi vida sin amputarme nada. Pero no duró demasiado, justo hasta terminar la novela.
Lo último que me quedó, el último lugar posible donde las cosas se daban, fue el museo de metralla. Ahí todo seguía siendo lo mismo. El único sítio dónde no me sentía como aquella mañana viendo a Lore hacer barro pensando en amputarme algo para hacer algo con el mismo sentido.
Pero eso mismo terminó muriendo también, con el tiempo. El museo se convirtió en crónica de algo que ya no era y no podía seguir siendo.
Tres.
No he vivido tiempos fáciles. Debería haber estimulado mi escritura, pero no lo hizo. En una sucesión caótica perdí a un colega en brazos del mismo alcóhol que enmarca mis más preciados recuerdos. El tipo por lo que sé se recuperó, pero no he vuelto a saber de él. Mi ex-alumno se esfumó, diluído en una recuperación del amor imposible y en una distancia normal y jodidamente sensata. Tuve que replantearme el mismo concepto de amistad cuando alguien me dijo «entre amigos no debería haber tanta siceridad».
Eso, entre todo lo que he vivido, entre todo lo que he sido y todas las mierdas que me he tragado, en esta mierda de vida que lo mismo te complace hasta el hastío y que después te revienta hasta disgregarte en parcelas solubles y diminutas de ti mismo, me destrozó. No sé si me explico convenientemente: me reventó, me dió la vuelta. Fue un tocón de partida desde el cual revisarlo todo para encontrar algún punto de cordura en todo lo que he sido y sentido hasta ahora. Hizo que me replanteara todo, en una sóla conversación. Eficacia total.
[Ahora acelero las cervezas cuando la cerveza ha dejado de ser la preocupación, el chino estaba abierto y tres litros han venido a mi casa como los tres Reyes Magos, pero ahora me falta el tabaco.]
Si la amistad no es sinceridad no es honestidad. Y, sinceramente, si no es honestidad no es nada. Mucho menos amistad. He querido volver a verle y pegarle un abrazo y tocarnos unos temas juntos pero… ¿cómo? ¿Cómo se hace eso? Yo no sé. No tengo ni idea. La herida supura y va llenando de pus cada segundo como si en una existencía posible todo lo real fuera ese mismo desagradable y odioso pus que es líquido y se cuela en los intersticios de todo para desquiciarlo absoluta y totalmente todo. Conclusión: todo, todo, todo, todo, todo roto.
[Y estoy absolutamente seguro de que leerás ésto, y no me condiciona en lo más mínimo. Ojalá tú seas capaz de encontrar esa fisura que reforme lo roto y vuelva a unirlo, porque yo no sé, lo he intentado y no puedo, no sé. Quizá haya alguna silicona capaz de reforjar esto con la artesanía versátil del lugar exacto].
Todo roto.
Por otra inevitable parte, Biafra y yo nos alejamos. Nuestras vidas divergen. No se puede. Quizá mi concepto ahora roto de amistad hace lo suyo, como ese soldado de plomo cojo. Cómo confiar y volver a ser en este estado de cosas posibles. Seguramente se puede, pero yo no puedo. Yo no sé. Vic me gritó por algo que yo nunca había hecho, y no supe responderle porque ya estaba desarbolado.
Con cuidado: desarbolado.
Indefenso como un pelele, como un dummie esperando los golpes.
Con la única posibilidad de esperar los golpes.
Cuatro.
Y en esas estuve, cagando en el baño y viendo la mugre de los azulejos de enfrente, cuando vino el técnico de Ono a arreglarme algo que no yo percibo roto. Le invité a un par de cigarros y a unas cervezas mientras me decía que no podía solucionar los problemas de mi conexión a internet.
A estas alturas, no me ha extrañado nada.
Que pudiera solucionar algo sí me hubiera extrañado.
Me hubiera sonado discordante.
Y por eso, aunque no lo entienda, no puedo escribir. Por todo esto. Y de ahí la historia de intentar indagar el el museo de metralla convertido en crónica de algo que fue. De ahí que mientras cagaba y mientras lentos pedazos de tierra se iban escurriendo de mi culo a la taza me sintiera en una especie de callejón sin salida. Un cul de sac, de otro modo.
Estaba pensando en todo esto como si pudiera
darle un cauce
a todo lo que sucede.
Quiero detenerme ahí:
darle un cauce.
No quiero escribir. Me gustaría que todo esto volviera, por supuesto, pero no quiero encontrar el modo de volver a escribir Por Encima De Todas Las Cosas.
Quiero encontrar el cauce.
Cuando el tipo de Ono se fue volví al baño. No tenía más que cagar, lo juro, pero necesitaba una imagen.
Sentarme en la taza, dejar la luz de fuera encendida, apagar la luz del baño.
Sentir que la única realidad posible era la rendija debajo de la puerta, que traía luz de fuera. Sentir esa luz y pensar en todos los que siguen estando y en los que ya no están. Sentirme a
salvo
en la oscuridad,
pero viendo la luz de fuera.
Apago el móvil y tan a gusto sin el mundo.
Entonces, y antes de todo esto, volví a experimentarlo: llorar cagando, de lleno de nuevo en el placer de escribir sin buscarlo.
Así que agarré el teclado como si fuera la única paz en la que aún no hubiera buscado.
Y salió ésto.