«Ni siquiera sabes si existes», me dijo acercando sus comatosos labios a mi oído. «Ni siquiera sabes si existes». Menuda frase para esta noche de miércoles, hora en la que discutir se convierte en la mejor forma de matar el tiempo en el garito justo hasta que algún tipo responsable eche el cierre y nos condene sin importarle a la asquerosa soledad de nuestra habitación, dentro de una casa hueca. Sólo cabe la vida en lo hueco por una particular manía: la vida ocupa. Necesita espacio. Un lugar en el que estar. La vida no existe más que en el vacío. En la plenitud desaparece, se esfuma, se evapora. Huye acobardada.
Si ni siquiera sé si existo es porque no me lo han puesto fácil, la verdad. No sé si debo alegrarme o romper con todo de una patada, pero no me lo han puesto fácil. Ronroneo a tu lado al volver del baño y me pido otra cerveza mientras me comentas qué tal el día en el trabajo. Gesto que reconozco en seguida. Ahí es fácil hacerse un lugar en tus pensamientos, sólo tengo que estar quieto, callado, y poner ojos de comprensión. De estarte comprendiendo, de intentarlo al menos.
No es fácil. Eso es lo que pienso mientras te llevas tu culo al baño, ligeramente atontada por el calimocho que te empeñas en beber. Eso no es sano. La coca-cola es veneno. No es fácil saber si existes. Sólo es fácil aceptarlo. Mientras me duela el brazo estaré vivo, o mientras pueda fumarme un cigarro, o rechazarlo. No quiero ir más allá, porque no hay un más allá al que ir después de esto.
Este es el límite, amigo. Este es el lugar en el que paras a descansar y contemplas el abismo, la nada absoluta. El final de todo. Desde aquí se puede empezar a vivir, pero sin dar un solo paso. Si lo das estás condenado. Como yo, más o menos, porque cada cual se condena a su modo.
Cuando vuelves del baño te pregunto si quieres ir a mi casa. Respondes «claro». Te miro y sonrío. Por una vez me adelantaré a los cierres metálicos y estaré en mi lugar no tan temprano.