Los fines de semana son cada vez más ese reducto en el que todo se crea y se genera.
Antes tenían más rabia, lo reconozco, más prisa, más presión.
Ahora se han adecentado, se han limpiado detrás de las orejas y han sacado todo el odio que yo tenía escondido ahí.
Antes en los fines de semana había que matar o morir. Normalmente se moría. Había que aprovechar corriendo cada minuto para que cada minuto tuviera al menos una minihistoria que contar. Ahora importa que el fin de semana entero genere una historia. Supongo que llegará un final en el que entonces nada, una especie de enfriamiento entrópico o algo semejante, pero de momento casi pero no.
De momento todo sucede igual de rápido, pero con más calma. Con más serenidad. Los fines de semana son el recinto sagrado donde estoy construyendo un yo que me mola, me cae bien. Me sienta estupendo a los michelines. Será que a la vejez visión, perspectiva.
En cierto modo, de forma estúpida, echo un poquito de menos esa fuerza, esa necesidad de cuando todo era matar o morir. Todo lo demás de aquella época no, pero eso sí. Eso sí que a veces resuena aún con fuerza detrás justo de mis ojos cerrados antes de dormir.