Susana abre las cancelas
de su tímido, tórrido y
elocuente imperio.
(Ella en realidad no quiere esto, pero
el sacrificio de su cuerpo es
el único que entiende y el
único único al que estoy dispuesto).
Todos los cerrojos se liberan, y
todos aquellos que soy en sus umbrales
ahora franqueables saludan con
estentórea risa los horizontes
descubiertos.
Y cada uno de mis inventos
toma posesión de su reino.
Y cada uno de los juegos sale
de su caja y extiende el
tablero.
Tras largo tiempo, todo está ya
bien dispuesto.
Y corro uno aunando mis cuentos
para salvar aquel otro que ahora es
el punto cero de estas nuestras
distancias.
Tiro el dado, y cuento.
La partida ha llegado desde tu
infinitud transitable hasta todos
tus más renuentes escondites.
Te tomo la mano y lucho por
soslayar tu espejo, que es aquel
lugar donde tan fiel y
terriblemente me reflejo. Construyo
otro que me dice que soy el
señor de tu tiempo. El maldito
amo de nuestro universo.
Así puedo ver y veo
cuando Susana abre y
sólo sin ver lo que no veo
abrazar abrazar todo su
esfuerzo inútil e inmenso y
amarlo con fuerza y
olvidar olvido el sopor del
olvido y que todo y
la casa los gestos los
cuadros los rostros son sólo el
cristalizar de las reglas que
invento y aplico en un
cuento que cuento y me cuento
jugando cretino a vivir
en este como en cualquier.
En otro. Sitio.
En cualquier otro sitio.
El sacrificio de su cuerpo.
De Los cuentos,
libro primero de Cercos Vacíos.