Yaya Ceravieja tenía un ronquido primitivo. Jamás había sido domesticado. Nadie había tenido que dormir nunca junto a él, ni refrenar sus excesos más salvajes por medio de una patada, un codazo en la rabadilla o una porra improvisada con una almohada. Había tenido años enteros en un dormitorio solitario para perfeccionar el «cjarc», el «graaaa» y el «gnoc gnoc gnoc» sin las molestias de los codazos, los manotazos y los intentos ocasionales de asesinato que usualmente moderan el impulso de roncar a medida que pasa el tiempo.
Terry Pratchet. Carpe Jugulum.
En la vida no todo es trabajo, dicen. Será en la suya. O a lo mejor lo dicen como recomendación, como una especie de barrera soñada, como un objetivo a alcanzar. A lo mejor es como esos seminarios de «encuéntrate a ti mismo», en los que te dan ganas de preguntarle al tipo que si ya sabe dónde estás por qué no simplemente te saca una foto y la publica en google maps para ayudarte a orientarte, en vez de hacerte tragar horas de charla y cobrarte una pasta; además, suelen terminar trazando una enorme cruz en algún punto del mapa y decirte orientativamente: «usted está más o menos aquí, si todo está en su sitio, pero no nos responsabilizamos de que no se encuentre en un plazo tan breve como el de una vida humana». Lo que es más o menos igual que decirte «te cobramos por nada», pero tú te vas tan contento. Otras veces te dicen «pero es que eres tú el que se tiene que encontrar», y entonces te preguntas por qué no puedes encontrarte a ti mismo más tranquilo en tu sofá con una cerveza, abaratando costes y maximizando resultados. Abaratando costes, al menos.
Qué listos. Qué zorros del desierto.
Estaba terminando de rastrear cutremente un código para encontrar ese punto y coma que siempre está de más o de menos haciendo que todo se joda en un preclaro diseño, cuando me acordé de esta frase de Pratchet que abre la entrada. Me hizo mucha gracia en su día porque yo ronco, y lo hago como si me hubiera dedicado toda la vida a respirar amianto, o como si por las noches me sustituyeran los pulmones por un par de buenos motores diesel. No la recordaba muy bien, pero tengo la sana costumbre de marcar con lápiz y apuntar al final del libro los párrafos y las páginas que me han llamado la atención. A quién lo vea le puede parecer que marco estupideces, pero eso está a discreción del que lo anota.
Ronco y marco los libros asilvestrado.
Este fin de semana me recordó Oscar que le presté Pedro Páramo, de Rulfo, y que lo estaba leyendo cuando fue a la nota a pie de página con las que los doctos tienden a iluminarnos, dios les bendiga. La leyó y pensó «qué tío más gilipollas». Y ahí, al final, había una puntita de lápiz, un pequeño caminito de grafito que le llevó a otra anotación, esta vez mía, que decía: «menudo gilipollas». Y le hizo gracia y se echó a reír y se sintió tan ricamente.
Y me hizo gracia pensar que revocamos la distancia de los kilómetros simplemente con una glosa a lápiz en un libro. Que de repente yo estaba a su lado diciéndole «este tío es imbécil, ¿no?» y él dijo «sí» y nos tomamos una cerveza juntos, atravesando el espacio de calles, autopistas, farmacias, supermercados cerrados, chinos abiertos, talleres, farolas y semáforos que nos separaba.
Es cierto, que es a donde iba todo esto, que la soledad, entendida en el buen sentido, obviando esas connotaciones despectivas que atesora esta sociedad del «dos pagan mucho mejor», es un proceso en el cual lo que eres se radicaliza. Se desboca. Cuando vives con alguien siempre te moderas. Cuando vives solo te jaleas. Cuando vives con alguien, que por lo que recuerdo es algo maravilloso, tienes que atemperarte para hacer posible lo que llamamos «convivencia». Cuando vives solo, que por lo que sé hasta ahora es algo maravilloso, el único freno es tu capacidad de soportarte a ti mismo.
Y a veces ni eso. A veces uno muestra una insidiosa tolerancia consigo mismo. Una tolerancia casi maternal.
Yo me permito ir al baño en bici, por ejemplo. No me gusta, pero sé que lo estoy pasando mal con tanto curro y tan poco tiempo realmente libre y me dejo hacer. Es de tontos ver la bici aparcada contra la mesa esperando el momento en el que sienta la Imperiosa Necesidad, y más si añadimos que suelo beber cerveza como si quisiera que nadie pudiera hacerse daño con ella, nadie, nunca, en el mundo. Con lo gordo que estoy y lo pequeña que es mi casa y lo ebrio que ando ir al baño así tiene realmente mucho más mérito que ganar el Tour. Te obliga a pintar las paredes y comprar vasos y tiritas más a menudo que el resto de la humanidad, pero es asumible. Ahora me ha dado por las fotos de muñecos, y puedo tener la mesa del salón llena de ceniza y cera de velas durante días sólo por no joder el escenario, por no remover el campamento.
Y no sé si eso es bueno o malo.
Pero, sinceramente, es divertido. Y eso es más que suficiente para seguir en ello.
No te atemperas. No acumulas tensión como una falla tectónica. Roncas como un bicho salvaje (aunque en el tema de roncar tengo mis serias dudas con respecto a su eficacia biológica en el marco de la selección natural, ya que hacer ruido cuando estás dormido y no puedes defenderte sigue sin sonarme a una buena estrategia de supervivencia, y sin embargo sí que me suena más bien a un neón encendido con una flecha apuntando a tu cabeza en el que se lee «aquí carne fresca indefensa», pero claro, supongo que la miopía tampoco es una buena estrategia evolutiva y, por supuesto, soy miope, y obeso, y tonto, como si la evolución conmigo hubiera querido tener un recordatorio enciclopédico de lo que no debe hacerse, una especie de resumen esquemático para estudiantes).
No es mejor que vivir en pareja, por lo que recuerdo, pero sí es diferente. Tiene diferentes metas. Distintos regalos. Pero te potencia. Te actualiza. Y te da la oportunidad clave de llevarte al extremo donde sólo puedes ir tú mismo.
Es para pensarlo. Yo lo hago.