Una cosa me deprimió un poco mientras hacía el equipaje. Tuve que guardar unos patines completamente nuevos que me había mandado mi madre hacía unos pocos días. De pronto me dio mucha pena. Me la imaginé yendo a Spauldings y haciéndole al dependiente un millón de preguntas absurdas. Y todo para que me expulsaran otra vez. Me había comprado los patines que no eran; yo los había pedido de carreras y ella me los había mandado de hockey, pero aún así me dio lástima. Casi siempre que me hacen un regalo acaban por dejarme hecho polvo.
J.D. Salinger. El guardián entre el centeno.
Raramente comprendes lo que hacen por ti. Te levantas por la mañana y alguien ha hecho un desayuno estupendo, perfecto para plantarle algo de cara a la resaca; un pequeño respiradero antes de volver a ganarte la vida perdiéndola, dándola de sí hacia sí misma hasta que implosiona perdida entre el oxígeno rarificado de tanto hueco; unos huevos, con jamón quizá, un poco de zumo de naranja, un café con sabor a pueblo (lo del pueblo era amor y el café… era una mierda, ahora que recuerdo); y quizá no te guste desayunar huevos con jamón y el zumo de naranja te da acidez y el café te sube la tensión hasta la estratosfera, donde un pájaro le pega un picotazo y desciende a los infiernos del sueño absoluto; pero da igual y te lo comes todo y lo saboreas como si fuera tú última oportunidad de llamar a algo por su nombre, y llamarlo «hogar».
Y sigues sin comprender nada. Porque sigues pensando que no mereces nada.
Tiendes un beso para dar las gracias, y ese beso te trae una nariz y un mechón de pelo que te hace cosquillas en la barba. Y los labios del otro lado, de la trinchera de enfrente, más la nariz y el mechón de las cosquillas, hacen que una pequeña lágrima rebose la indefendible frontera de tus párpados y se desglose en tu mejilla. Sin ninguna intención, por supuesto. Sólo sale.
Qué momento. Para la otra persona es como si lee en el periódico que los reyes magos acaban de comprar todas las acciones de una empresa de carbón. Una sospecha de ese calibre. Un dolor con ese filo.
Estás perdido en este juego, colega. Estás más que perdido. Te miras sonreír cuando sonríes y no comprendes cómo has llegado hasta este punto, porque nunca pensaste que podrías hacerlo en ningún caso.
La ciudad, que está fuera, bulle de vida. Y la vida de vidas. Y algunas vidas se resquebrajan porque son estúpidas, porque están construidas sobre gilipolleces y es sólo cuestión de tiempo que revienten contra el cristal impúdico y público de la rutina. Sabes que los del bar de abajo siguen divorciándose, el proceso sigue su curso. Mientras tanto, como ninguno quiere ceder, trabajan juntos. Nunca he tomado unas cervezas con tanta espuma de odio. Nunca he disfrutado tanto una cerveza. No soy un cabrón, presupongo, pero sí… que sé… que las fiestas de disfraces realmente empiezan cuando todo el mundo se quita la careta. Ahí se dan y se toman las alegrías.
Creo que sé al menos que, cuando las máscaras se retiran, nadie está pensando en colarte una estampita. Te las siguen vendiendo, pero ya no por la espalda. Estoy en el bar, y la rabia se puede cortar con un cuchillo de mantequilla, de lo blandita que está. La rabia se puede respirar hasta tal punto que le pides al cielo que te confiera genéticamente unas agallas que separen la rabia del oxígeno, para no ahogarte ahí dentro y seguir atento al espectáculo sórdido y demacrado de los reproches y las culpas.
Un dolor con ese filo.
Y atiendes a los reproches y las culpas porque sabes… que están ahí. Que son lo que son. Que no dan más de sí porque dan absolutamente todo lo que pueden. Llegan hasta el final. Amiga, la función terminó. Ahora estamos en las cervezas de después, cuando… las cosas se dicen.
Cuando las cosas no pueden hacer más que decirse. Porque ya no pueden escapar a ninguna parte.
(Las cosas que deben decirse siempre encuentran un silencio donde no hacerlo, hasta que no queda ninguno y no les queda más remedio que decirse).
En eso estoy pensando mientras retiro tu mechón de mi barbilla, porque me hace cosquillas. Anoche fui un tipo regordete que escribe canciones y poemas y novelas y hace fotos y diseña momentos capciosos robados al tiempo estratificando el segundo hasta detenerlo.
Y eso es verdad. Pero no es toda la verdad. Hay una estampita ahí. ¿La ves? Seguro que sí.
Y tú eras la administrativa que quiere ser actriz y que se emociona cuando cambia su perspectiva personal para adoptar la del personaje que interpreta. Y eso es verdad. Pero no toda la verdad. Hay una estampita ahí.
Puedo verla. No puedo dejar de verla.
Y te has levantado y has frito los huevos y sacado el jamón de su frío envoltorio de plástico y reventado las naranjas contra el exprimidor y has hecho café en mi cafetera.
Y yo entonces me he levantado, y he visto la mesa. He parado un segundo antes de ir a mear. Con esa leve, recoleta y dulce vulgaridad de lo cotidiano. He dejado los huevos enfriarse mientras yo meaba. Tiraba de la cadena. Me lavaba las manos.
Y cuando he ido a besarte una lágrima estúpida ha salido de su cajón y se ha hecho agua en mi mejilla.
Y cuando todo todo todo empieza es precisamente cuando todo todo todo acaba.
Cuando me hacen un regalo acaban por dejarme hecho polvo. La realidad suele jugar a ese tipo de cosas. Y eso se plasma en la vida. En las vidas. En lo que tenemos.
Te presto unas monedas para el autobús, sostengo el cerco de la puerta mientras te despides. No quieres irte, porque tu viaje es sólo de ida. Y aunque ninguno hayamos hablado de eso es claro como el agua de la lágrima que hijadeputa corrió por mi mejilla. Me preguntas por el bus más rápido para ir a Plaza Castilla. Yo te digo algo. Aferro el marco de la puerta. Tú te mantienes en el descansillo.
Crack.
El sonido de algo roto no existe en los tejados y no retumba en las cuencas de mis ojos y por supuesto no me recuerda jamás lo idiota que soy
mientras
cierro
la puerta
y me enciendo un cigarro
—sorbiéndome los mocos—
ahogando sollozos y buscando la ducha que elimine los rastros de ti que aún existen en mis poros.
Y pasar página salivándome la yema del dedo índice.